Sale el sol, querida G, al menos en mi
cabeza.
Afuera todavía se escucha el secuencial ruido de la lluvia que cae y viene y persiste en seguir viniendo. Lenta, como la caricia que da el aire ante la imposibilidad del rasguño: suave roce tímido del temor virginal. He despertado con las ganas atípicas de querer mojarme, de saber que no tengo responsabilidad laboral para el día de hoy, de dejarlo todo por un simple remojón natural en el patio de mi casa. Lo quiero y lo dejo de lado, al tiempo en que me percato de mi espectral reflejo, en la ventana que me separa del intento y la terca persistencia de conformidad. Tú sabrías aconsejarme en estos momentos.
Tú sabrías qué decir o al menos lo intentarías, eso quiero suponer. Trato de pensar, en ciertas ocasiones, las palabras que dirías, las que te callarías y las que preferirías expresar con algún abrazo o algún golpe en uno de mis hombros, mientras ríes y frunces el ceño y sostienes una cerveza con la otra mano —porque seguramente estaríamos bebiendo—, en uno de esos bares pasados o en un lugar que siempre me viene a la cabeza y poco puedo describir. Es a veces grato el pensamiento de sabernos así. Me mantiene concentrado, en un trayecto en el transporte colectivo, imaginando este tipo de situaciones: alegorías de un tiempo incierto del que hablamos algunas veces sin pretensiones objetivas, sino como un proyecto intangible en el que caminamos y vamos yendo a ningún lado con la única intención de estar acompañados, con el fin de compartir un poquito la miseria de la vida.
Persiste la lluvia, querida. Se aferra a impregnarnos de la melancolía y los pensamientos como estos que acabo de contarte. ¿Y qué sería de nosotros sin esta impotencia de no saber en dónde estamos? Hablo en silencio e intento adivinar una respuesta tuya que se exprese con una mirada, una figuración del color que nos construye o uno de esos elementos raros de donde uno obtiene el ciego valor y la astucia de seguir avanzando. No sé siquiera qué pasará conmigo el día de mañana, así de al pedo procuro vivir, y es ese estilo de vida el que mantiene en este rumbo desconocido, en donde tu imagen y la mía tienen mínimas probabilidades de parar en la misma ciudad, en la misma colonia o en la misma habitación. Mientras tanto te escribo y me tomo un café negro a tu salud, a tu bienestar, a tus ligues de fin de semana y a la otredad, que son los puntos a tomar en cuenta en un tipo de amistad como la nuestra.
Afuera todavía se escucha el secuencial ruido de la lluvia que cae y viene y persiste en seguir viniendo. Lenta, como la caricia que da el aire ante la imposibilidad del rasguño: suave roce tímido del temor virginal. He despertado con las ganas atípicas de querer mojarme, de saber que no tengo responsabilidad laboral para el día de hoy, de dejarlo todo por un simple remojón natural en el patio de mi casa. Lo quiero y lo dejo de lado, al tiempo en que me percato de mi espectral reflejo, en la ventana que me separa del intento y la terca persistencia de conformidad. Tú sabrías aconsejarme en estos momentos.
Tú sabrías qué decir o al menos lo intentarías, eso quiero suponer. Trato de pensar, en ciertas ocasiones, las palabras que dirías, las que te callarías y las que preferirías expresar con algún abrazo o algún golpe en uno de mis hombros, mientras ríes y frunces el ceño y sostienes una cerveza con la otra mano —porque seguramente estaríamos bebiendo—, en uno de esos bares pasados o en un lugar que siempre me viene a la cabeza y poco puedo describir. Es a veces grato el pensamiento de sabernos así. Me mantiene concentrado, en un trayecto en el transporte colectivo, imaginando este tipo de situaciones: alegorías de un tiempo incierto del que hablamos algunas veces sin pretensiones objetivas, sino como un proyecto intangible en el que caminamos y vamos yendo a ningún lado con la única intención de estar acompañados, con el fin de compartir un poquito la miseria de la vida.
Persiste la lluvia, querida. Se aferra a impregnarnos de la melancolía y los pensamientos como estos que acabo de contarte. ¿Y qué sería de nosotros sin esta impotencia de no saber en dónde estamos? Hablo en silencio e intento adivinar una respuesta tuya que se exprese con una mirada, una figuración del color que nos construye o uno de esos elementos raros de donde uno obtiene el ciego valor y la astucia de seguir avanzando. No sé siquiera qué pasará conmigo el día de mañana, así de al pedo procuro vivir, y es ese estilo de vida el que mantiene en este rumbo desconocido, en donde tu imagen y la mía tienen mínimas probabilidades de parar en la misma ciudad, en la misma colonia o en la misma habitación. Mientras tanto te escribo y me tomo un café negro a tu salud, a tu bienestar, a tus ligues de fin de semana y a la otredad, que son los puntos a tomar en cuenta en un tipo de amistad como la nuestra.
Sigo vestido en el pijama, con las botas
puestas y las lagañas duras aún en mis ojos. Doy un sorbo de café a cada frase
escrita y me doy cuenta de que casi es medio día. Tendré que hacer algo de
limpieza en la casa, un poco de ejercicio tal vez y, por ahora, dejo de ocupar mí
tiempo en esto. Lo leerás más tarde, ya en la noche, ya que llegues a casa y tengas la
intención de abandonar a la humanidad y su desmadre de sociedad, pensando en
que, tal vez, mañana te invite unas cervezas.