Una vez más decido escribir algo en este blog porque estoy a nada de abrir otro en donde no relate tanta jodedera. Desprendiéndome del bonito y sutil pecado de levantarme tarde, me doy cuenta de que el simple hecho de abrir los ojos más temprano —sin tener que ir a trabajar— no cambia tanto las cosas. Los movimientos son básicamente los mismos en una serie de pasos que oscilan para ser un mismo producto: a) abrir los ojos, b) quitarme las lagañas, c) hablarle a mi perro para decirle que hay que ir afuera y, por ende, sacarlo a la chingada, d) regresar a la cama, e) tomar el iPhone, f) ponerme los lentes, g) darme cuenta de que no hay nada importante qué leer y bloquearlo mientras me adentro de nuevo a la comodidad de las cobijas en la oscuridad plena de mi habitación. Qué es esto sino la síntesis perfecta de una vida casual, un resumen claro de lo que pasa-o-no-pasa y lo que se va mientras deslizas el dedo índice leyendo mierda que, al final de cuentas, importa un reverendo carajo. Somos un producto rutinario de secuencias ordinarias vacías de placer y que, aún, siguen teniendo un efecto placebo invisible de destrucción autoprofética bonita y maldiciente. Yo lo admito, tengo un ocio suscrito a la estupidez y la otredad de ciertas personas, unos cuantos quienes me interesa leer y observar el desdén con que toman los días y la vida misma, entre quejas y bonitas sentencias de diversión y cultura en donde se engalanan de jornadas de «jale» moderado y una vida social que fluye emulando un jetset digno de envidia de cualquier mojigato, casi simulando la burguesía francesa del siglo XVIII. En ciertas ocasiones, me he aventurado a asistir a cierto tipo de eventos o fiestas en donde la gente suele ser casi siempre la misma —lo cual me remite a la frase anterior del jetset—, y me recuerda que esta ciudad sigue siendo un rancho de descendientes de judíos y, ahora también, morenos adinerados en donde uno no puede aislarse sin toparse a algún conocido o desconocido que no se haya visto anteriormente. Me gusta vivir en el ambiente suburbano y sus comodidades —así también como sus grotescas desventajas—, sin embargo regreso siempre a un punto en específico en el cual el inciso «e» y el «f» pueden intercambiarse en las mañanas y es lo más radical que puede suceder en esos cinco minutos de arribo en la jornada. Entonces, me quito las cobijas y me dan ganas de tomar cualquiera de las tres pistolas de mi padre, darme una ducha y ponerme mis mejores ropas, un poco de loción para el momento y encaminarme en una búsqueda de un bonito lugar para darme un tiro de buenas a primeras; después me doy cuenta de que, a pesar de que toda mi vida he vivido en esta ciudad, no tengo un lugar favorito en el que me sienta tranquilo y alegre de querer desvanecerme: qué tristeza. No me preocupa en lo absoluto el hecho de no tener un lugar en donde reposen mis restos —como hacen muchas personas en estos tiempos de insignificancia y preocupaciones pretenciosas—, sino la sentencia misma de no tener siquiera un pequeño espacio en donde pueda caer sin remordimiento alguno, con una decisión clara y objetiva, con esa sensación reconfortante de sentirse a gusto y en casa. Y en fin, que parece ser sólo otra de las malas facetas que Marzo siempre me conlleva a tener, como una más de las predicciones que he tenido a lo largo de estos escasos años en los que tengo de pisar el suelo y lo aburrido que suele ser este mes: la despedida del invierno que se retira nuevamente, el natalicio del más infame de los oaxaqueños y el cumplimiento de los primeros noventa días del año en curso: un evento sucio y deprimente que me hace aferrarme al inciso «g» y su refugio lleno de melancolía.
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