Tendría que decidirme si esta taza de café
la haré con o sin canela, pero no importa mucho en verdad. Me digo esto al
momento en que apago el agua de la estufa ya hirviendo y tomo asiento en mi
cocina, observando el que es mi hogar desde hace un año. ¿Qué tantas cosas hay
por pensar y qué tantas otras dejo a la expectativa de que estallen al momento?
Tal vez con el primer sorbo de café lograría interpretar mejor la respuesta.
Han pasado un montón de situaciones en este
año que no logro enfocarme por dónde comenzar a recapitular este memorandum.
Podría suponer que esto último es algo bueno pero no habrá absolutos en esta
ocasión. Habría que, al menos, esperar a terminar la primera taza de café y
beber un vaso de agua, iniciar a indagar entre el bullicio del ruido de la
calle y tratar de sumergirme en la fuerte corriente de ideas vagas que me hicieran
recordar los tropiezos y los aciertos y, por ende, toda la amalgama de espacio
gris que circunde y que no es más que el verdadero espectro del que se nutre la
existencia.
El café caliente toca mis labios y pienso
en que lo que dejamos detrás no es más que un reflejo de lo que se tiene el día
de hoy, y es precisamente esto lo que me mantiene a flote, subyacente y atento
a lo que se presente al instante sin descuidar ese montón de planes que se
generan como ramas en el árbol llamado vida. Qué es el tiempo sino esa conjunción
de circunstancias que se amontonan durante las inhalaciones y exhalaciones que
fluyen en nuestro movimiento, actividades que se cuantifican en el sin cesar de
pestañeos y los silencios que nos empapan de supuesta realidad.
Hierve de nuevo el agua en la estufa y la
segunda taza de café se presenta como la lluvia fuera de casa con sorpresa, anunciando
el termino de un decenio y no de una década como muchos comienzan a especular. Los
amigos llegan y se van al igual que la familia, pero siguen presentes como el
sonido de las aves y el ruido suburbano en que todavía procuro habitar. Es aquí
el lapso correcto del análisis, es aquí cuando aparece el parpadeo perpetuo de
sentir lo que se repercute de la relación humana, las risas y los desconciertos
que quedan marcadas en la piel de la memoria y los suspiros que emergen de lo más
profundo del ser hasta descubrirnos como lo que prevalece, como lo que ahora somos.
Qué es la plenitud. Qué es esta extraña
sensación de tranquilidad que emerge bajo las orejas mientras pasan los amaneceres
a nuestras espaldas, esas olas de brillante color que llegan y me observan
conducir hacia el poniente, en un cumplimiento de rutina en el que te entrego y
te pierdo para sufrir así las restricciones del mundo capitalista que habitamos.
Es la vida en pareja lo que hoy nos custodia y es la dicha misma de abrigo lo
que me acontece, manteniéndome ocupado tu felicidad y júbilo de maneras que
nunca antes tuve.
¿Es el amor el cumplimiento de
responsabilidades de pareja preestablecidas o es la locura de aislarnos en un
baile cíclico de dolor innecesario y socialmente aceptable? Pienso que ocuparía
el resto de mis días en averiguar lo que ya comencé, en aceptar una y otra vez esa
aventura interminable en la que no titubearía en emprender nuevamente sin temor
al fracaso como en años pasados. Y es gracias a esos miedos y pensamientos remotos
que alzo la mirada hacia el horizonte en búsqueda de lo añorado, dispuesto a quebrantar
hasta el más mínimo recelo y rencor.
Llueve y es el instante mismo de partir o
de llegar, de nadar con la corriente y olvidar el forcejeo cultural en el que
todo tiempo pasado fue mejor. Spinetta canta y nos desvela que mañana es mejor.
Persisto.