Estoy acostumbrado a dejar de lado lo que tengo para añadir más culpa a mi existencia. Siempre ha sido así: desde los remotos tiempos en que mi memoria empezaba a funcionar a conciencia, con una soledad de niño enfermizo educado en casa, hasta el día de hoy, con una sobriedad que no pasa de tres días, donde —la mayor parte del tiempo— el desasosiego alimenta la más pura de las ansiedades para la autodestrucción explícita de mi «no-proyecto de vida». Ha pesar de los altibajos que siempre he tenido que aceptar, la incertidumbre que acarrea todo este tipo de contrariedades e incidencias se presume bajo mi brazo como un portafolio de trabajo, reluciendo como un montón de dientes blancos de antesala sobre una ráfaga de carcajadas y desprecios, insultos y lamentos que adornan mi entorno vulgar al precio de la costumbre de la inconformidad de un «algo» desconocido y una zona de confort, que se puede resumir en arcadas predestinadas al fracaso rebuscado.
Aceptando el infortunio canceroso del no-saber-vivir-y-no-poder-morir, voy caminando y —sobre todo— deambulando por una sumergida ciudad que se opaca cada vez más rápido, que se embarca ferozmente en el atroz harakiri occidental imperialista de nuestros días, mientras el sol cae sin aviso y el pensamiento se humedece de viejas conversaciones y momentos clave de una decisión de despedida, de despedidas y mentadas de madre que engalanan el suceso de un amor primitivo, sensorial y casi inexistente. Sé que todo es una chorrada, que exagero las cosas para tener algo que recordar, que me muero de verdad si un día alguien regresa y que, mi orgullo, es tan antiquísimo como la supremacía blanca que todavía se escabulle por el mundo. Sin embargo, soy malo para estas cosas a pesar de la costumbre, porque precisamente eso, la conciencia de saber que tendré que cargar con algo más en la espalda a pesar de mi moribundo estrés, es lo que me mantiene al filo de la navaja entre un masoquismo fino e intrapersonal: delicioso y suculento placer que jamás podré resistirme a ignorar.
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