sábado, 31 de enero de 2015

Raymond Carver

    Hace alrededor de un año que leí What we talk about when we talk about love de Raymond Carver. Lo he recordado esta justa noche, al terminar de ver la reciente obra Birdman de Iñárritu en donde se interpretan teatralmente varios de los relatos cortos que incluyen el libro , mientras pienso en la chica que me hizo leer a Carver y de la cual ya no supe nada y recuerdo a otra más con quien salía por aquellos días. Es un tanto chistoso como esa ola de embrollos comienzan a ligarse base a un film que, aunque bueno, me parece infravalorado, con un libro que fue de mis favoritos del año pasado y dos de las chicas de las que, obviamente, asocio a reacción al “relato sucio” que se antepone a mis ojos en cada texto de ese pequeño ejemplar.
    «Parece una tontería», titularía Carver en uno de esos relatos, ver la recreación de un cuento en una obra de teatro de Broadway que, a su vez, es reflejada en un film con toques existencialistas y el montón de situaciones en las que, Susana y yo nos encontrábamos pasando: fuera bajo la tenue luz de algún bar de la ciudad o desnudos uno junto al otro, mi manera de leer las breves y secas palabras del texto para hacerla captar mi atención durante varias noches.
    Hablábamos del amor entre dientes, eso es un hecho. Es el indicador que regreso a mi mente al tiempo en que termino esta película ahora, inmiscuyendo un poco dentro de la retroalimentación sutil y llena de indignación que me trae el pensarlo, y digo indignación por ser precisamente el amor, lo que me hizo alejarla algunos meses después del dulce juego de escondernos irónicamente  por algunos lugares concurridos de la ciudad.  
  «¿De qué hablamos cuando hablamos del amor? », solía decirle cuando cerraba el libro, rompiendo el silencio resultante de lo que leía y sellaba, tratando de atraer esas contradicciones de amor que nos empeñábamos a citar al termino de las lecturas en las cuales siempre salíamos perdiendo. Era un escape, una cortina de humo que ensayábamos al compás del ruido urbano de la noche, mientras figuraba que éramos nosotros por no decir sólo yo los que nos difuminábamos lentamente.
    No puedo ocultar lo gracioso que me resulta esto y, sin embargo, no hay ninguna sonrisa dibujada en mi rostro que permanezca más de lo debido al mencionarlo. Evitar no es algo que lleve en el día a día en mi cabeza. Son las referencias lo que va pasando, los relatos de la vida cotidiana y los personajes extraños en los que me suelo reflejar a lo largo del trayecto. Son las escenas en las que ella soltaba una carcajada o guardábamos silencio para asimilar, después, que terminaríamos todo como uno de esos tontos relatos cortos: con un final en donde no hay final y no importa mucho lo que ha sucedido hasta entonces. 

jueves, 22 de enero de 2015

Tango en tres

I

    Es un tanto tarde para querer escribir algo y es eso precisamente lo que me ha orillado a tomar lápiz y papel. Tras darme cuenta de lo repentino con lo que logro tomar decisiones y alterar las anteriores que, al parecer habían importado durante todo el día, me encuentro ingenuo y audaz deslizando mi dedo pulgar en búsqueda de un playlist y un cuestionamiento interno: una inconciencia más que ocurre entre once y doce de la noche y un impulso que no deja de repetirse. He logrado estropearlo todo para el día de mañana y, mirando las tímidas grietas de la pared de cabecera, mientras recibo ya el martes con gilipollez por delante e intentos vacíos de autocompasión, figuro que no hay nada que me retracte a lo anterior, a mis planes de rutina, a mi aventura gutural de entresemana.
    A primera instancia, todavía bajo la pregunta del porqué he de actuar a manera de sosa reacción hacia decisiones imprevistas, quedo presa de una instantánea pausa que se rompe tras el estruendo de una serenata que sucede a escasas casas de mi domicilio: entreabriéndome un poco los ojos y dejando mi mente un tanto más desviada del asunto inverosímil en cuestión. Si de algo puedo parecer convencido esta noche es del amor que aún le tiene ese hombre a su mujer y de las reprochables ganas que me empujan de irme a dormir en este momento. Asunto de desvíos y escapes al por mayor.

II

    He salido puntualmente del trabajo como en todos los días, desconectándome de las responsabilidades laborales al minuto exacto en que mi horario lo indica, poseído por un aire extraño de libertad condicional que inhalo y disfruto al tiempo en el que los caminos se acortan y recuerdo las promesas del día anterior. Procuro caminar fijamente al tiempo en que el bullicio de la gente se separa hacia sus automóviles, hacia sus transportes y caminos sin percatarse del cielo carmín que nos logra coronar. Recorro el trayecto de la oficina hasta la casa de mi hermana dentro de un tráfico flojo y el dilema de las seis de la tarde que he venido forjando en los últimos meses: «¿Y ella?».
    Es una puntualidad alemana lo que me aleja de esta masa de individuos perezosos, una desventaja en ascenso que crece por defecto como lo introvertido de mis actos, inversamente proporcional a las agallas que tengo hasta el día de hoy.  Sin embargo, después de atravesar tres municipios de la ciudad en cincuenta minutos con un silencio sin respuesta, llego hasta la pequeña casa de mi hermana donde cumplo sin protesta la ayuda que me ha pedido y un café negro es el resultado a las decisiones imprevistas. Disfruto el momento de sorbos calientes y una charla amena en cuanto realizo la situación de las cosas, la lista de pendientes que se quedan de lado y la serie de adelantos que acomodo al momento, serie de sucesos que me tienen en un acto de improvisación en donde ya estoy perdiendo por default pero alcanzo a defenderme.

III

    Una vez más vuelve el frío y poco sé de ti. Inalcanzable entre los pensamientos repentinos, te encuentro en medio del recelo con el que guardo el montón de inconformidades que ocupan ese amplio repertorio de ideas: cálida y deslumbrante ante el asombro gris con el que tomo las cosas. Es una de tus hermosas facetas la que se me presenta en esta ocasión, danzante y lúcida invitándome hacia la pista de baile, moviendo al compás tus piecitos en un tobogán de pasos que me acercan a ti para esfumarme de lo actual, de lo pasajero. Habría que devolverme al tiempo en el que te he señalado con el dedo, en el momento exacto en donde me has sonreído y negarme a bailar, pero es tarde y te veo a escasos centímetros de mí.
    Me he desfallecido ante lo místico del tiempo, la pieza base de un recuerdo y la excusa de tenerte frente a mí por unos momentos. Aprieto los dientes bajo el panorama de saberme víctima de un frío crudo en el que la mente florece y acongoja, atrayendo el placer con el desconcierto de encontrarme bien entre un júbilo bajo tus párpados y el aroma que amarra lo más recóndito del alma.
    Seré la presa inminente para esa lluvia de recuerdos y deformaciones perfectas de ti que mi cabeza se empeña en bombardear hasta el fin de mis días. Se asome el sol en sus maneras más extremas o como ahora, bajo el yugo de un invierno ártico, seguiré tu búsqueda intrapersonal en la que me refugio siempre al caer la noche. Acto banal que me regresa a carcajadas a la penumbra de vivir. 

martes, 13 de enero de 2015

Atlas

    Esta mañana he despertado por un olor a quemado que llegaba hasta mis sueños. Se trataba de un olor que se situaba en maneras diferentes a través de los saltos de sueño a otro sueño y una singularidad que abarcaba omnipotencia, independientemente del suceso, dejando en clara evidencia que algo no estaba bien: signo de que la escena es irreal y el recuerdo aquel de la película inception. Y, en efecto, se trataba de una pista que llegaba hasta mi cerebro para alertarme de que tenía que reaccionar. Después, tras el hecho a respuesta que poco puedo explicar y que además no importa, desperté encontrando que la lámpara de esta habitación estaba encendida y, además, chamuscándose a escasos treinta centímetros de mi cabeza, a lo cual me apuré a acomodar. La bombilla había logrado comenzar a rozar la tela de la cubierta y ésta había comenzado a quemarse: un hecho que seguro vino tras algún movimiento brusco mientras dormía y que pudo haber terminado en un accidente trágico, o al menos, eso pasó por mi cabeza al terminar con ello. 
    Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando me di cuenta de la lámpara y a los quince minutos regresé a dormir. Ya más tarde, alistándome para ir a trabajar, recordaba en la ducha y en la taza de café lo que vino después, se trataba de un montón de imágenes que fluían a través de diversos colores, alguna especie de filtros que modificaban la percepción, como un caleidoscopio: a merced de un visor autónomo y la vista hacia tu presencia, siempre de espalda y con el cabello rubio que llevabas por aquellos días. A decir verdad, nada relevante que amerite cierta importancia, sólo una lámpara tostada y una imagen en la que te he sobrepuesto a subconsciencia.
    Te escribo esto porque sé que lo leerás, a primera instancia, como algo insignificante que sucede entre rutinas y momentos torpes pero te he pensado inmediatamente después de apagar la tela esta mañana. Ha sido el acordarme de ti tras el estúpido olor a quemado el que me ha llevado a escribirte en esta ocasión y poco tiene que ver la historia del principio con lo que ahora creo. Me pregunto ahora qué es lo que ha pasado en estos días y por qué no tengo la más mínima idea de saber en dónde estás, aunque, a estas alturas, ya al menos tendría que tener una pista del montón de cosas que sucedieron en aquel entonces y seguro esto agravia las cosas. Asocio ahora el olor de esta tela quemada con la incógnita que me es tu existencia y es eso, la expansión del olor chamuscado que se ha filtrado hasta mis sueños sin una barrera que lo detenga, lo que me preocupa. Es sólo una tontería.



miércoles, 7 de enero de 2015

Tótem

    «Tendría que abrir los ojos una vez más y saber que el comienzo se me va de las manos». Frase que se filtra en la sangre y fluye bajo mis narices en una tierna mañana de dos de enero, remontándome a algún momento de azar de pérdida espontanea: como en aquel instante mismo en el que recordaba uno a uno los puntos clave que ya olvidaba entonces, pérdida sin la noción de estar en juego, como quien sabe que ha perdido demasiado tiempo y aun así persiste en el intento sin motivación alguna (…) Tendría que abrirlos y saberme privado del disparo de salida, enajenado a la situación con una sorpresa ingenua de quien ignora la urgencia con la que se toman en cuenta las situaciones imprevistas, casi siempre con un intento de sonrisa que se traduce en una mueca desaliñada: producto vil a una secuencia sin fundamentos.
    Es así como me toma por entre las costillas el mes de enero, siempre procurando ensartarme en el rostro un pastel de contrariedades flojas que se producen por cuestionamientos tontos y un montón de malas figuraciones que aún poco puedo enlistar. Y, en efecto, soy sigiloso y modesto al aceptar que poco me importa tener una razón concreta en la que atribuir el atrevimiento de aferrarme a un comienzo occidental del año nuevo, siendo el misterio de la sorpresa el que me percata de esa mueca que se me idealiza mentalmente al rostro de Groucho Marx ante la cámara de un film que no pretenderé nombrar.
    Ahora, en medio de una lluvia invernal que llega junto a las corrientes del viento del norte, mientras vacilo en el regreso rutinario de la oficina hacia el estacionamiento, me percato del reflejo en un charco de la poca iluminación restante del día y la incursión de un coche en la imagen, donde en la toma normal se mueven dos mujeres a treinta kilómetros por hora y a una le alcanzo a observar a los ojos al voltearle a ver. «Tendría que abrir los ojos una vez más y saber que el comienzo se me va de las manos», me retumba una vez más el mensaje entre cada oreja, casi provocado de nuevo el sanguinario flujo en mis narices y titulando esa mirada como una más de las pérdidas que ya significan este enero en curso, aunado al sentimiento que queda tras la escena y un estacionamiento que se presenta casi totalmente deshabitado.
   «¿Qué tendría entonces que seguir haciendo ante la pérdida por defecto?», me limito a cuestionar con la mirada gacha yendo hacia mi coche, observando esa fotografía llana del mojado asfalto en el que me percibo y me pierdo hasta el más hostil de los rincones, alejando la pregunta del montón de ramificaciones que se han engendrado y aclarando la garganta para enfrascarme en el silencio más sutil de la jornada: el regreso a casa. Es enero y en el peor de los casos me encontraría haciendo prácticamente lo mismo que en el año pasado y, en el momento justo que dura la idea en mi cabeza, me doy cuenta, tras encender el motor ya en mi vehículo, que lo anterior es algo que ya poco importa y aun así persisto en el intento sin motivación alguna (…) Tendría que abrir los ojos una vez más o, al menos, desempañar mis gafas ante la desmesurada inflación de pensamientos grotescos y banales que llegan y se empalman con la demás basura que ya me encargo en almacenar, dándome por hecho que su mirada me ha buscado y que es el dilema de ocasión el que me hace llegar hasta una imagen reflejada en un charco de aguas negras en el pavimento.  Saber que el comienzo se me va de las manos es pausar los cuestionamientos hacia instantes de tiempo en los que estoy vencido de antemano, aceptando que el flujo de sangre en la nariz es ahora mi tótem de bienvenida hacia un feliz año nuevo y una vigorosa oportunidad de malinterpretarme en mil y una manera posibles.  Excusarme de los errores a cometer con sonrisas falsas que terminen en una mueca desaliñada será la respuesta a tanta babosada y entonces tendría que dejar de escribir tantas sandeces en la madrugada, eso al menos lo dejaré como tema pendiente. Sin embargo, decido seguir y poner el vehículo en Drive y me encargo de arrollar el charco del reflejo con desdén, mientras busco un disco para reproducir mientras voy a casa.