Antes de que esa mujer llegara a mi vida mi hogar era un templo. Me doy
cuenta de ello precisamente ahora, mientras la observo terminando el trabajo
pendiente que se trajo de la oficina y me orilla a bajar el volumen de mi
estéreo, cada que me voltea a ver con esa mirada furtiva que apenas voy
conociendo.
Yo
no tengo la culpa de que sea una oficinista huevona que no cumple con sus
labores durante la jornada o que, peor aún, tenga esa cara tan fea que la
obliga a doblar el trabajo para que su jefe le aumente el sueldo y, lo peor,
sin resultado alguno a pesar de tanto pinche esfuerzo.
Mis
viernes —y lo digo con un
orgullo adolescente— los he
dedicado desde siempre a escuchar música mientras el alcohol me va
reconfortando en mi sillón; es uno de los pocos rituales que mantengo y no
estoy dispuesto a cambiarlo, se lo advertí cuando se mudó a aquí hace un par
meses. ¿Cómo pude haber hecho esto? ¿Cómo es que fui a emborracharme tanto
durante aquella velada, cuando le pedí que viviera conmigo, cómo? Todavía no lo
recuerdo y la verdad es que ya ni me esfuerzo en hacerlo, más bien me mantengo
constante es esa elección, como quién apuesta al caballo que ha estado trabajando
por años y repentinamente pierde el
boleto mayor: apuestas propias que me han ido jodiendo toda la vida.
A
veces creo que el tequila y la marihuana ya no son una combinación apta para mi
cuerpo, digo, hubo tiempos mejores en dónde vomitar era la hermosa y
nauseabunda solución, pero ahora, ahora no logro entender por qué se me olvidan
tantas cosas después de una noche como esa. A decir verdad, Erika no es tan
fea: exageraba. Lo que realmente la hace lucir así es esa pesada manera de
decir y hacer las cosas, la ridícula forma en que se queja de su trabajo y la
pinta de perra desahuciada que tanto se esmera en forjarse. Todavía tengo
muchas teorías al respecto de esto último, pero no me he atrevido preguntar
concretamente.
Aquella noche, por ejemplo, no lucía así.
Llevaba el cabello recogido con una simple coleta y un abrigo viejo que le daba
un cierto aire de conformismo superficial, como si en el fondo intentara verse
opacada por la presencia que desbordaba su acompañante, Sara, la novia de
Genaro: un viejo amigo que todavía se esmera en conseguirme algunas mujeres
para pasar mis viernes y que tanto ha fallado.
Juro que en ese instante me vi cada vez más
lejos de mi música como nunca antes y peor aún, de las dos botellas de Chivas que
había comprado días atrás: un error desmesurado que se medía frente a una cita
doble de treintones que poco tienen que hacer en un bar de moda. Pensaba en
ello, en todo ese mar de circunstancias que oscilan a ocurrir mientras ellas
dos iban llegando, saludando brevemente con sonrisas dibujadas en medio de esos
rostros opacos en donde torno la morada, mientras mi amigo recibe a besos a su
despampanante mujer y a la vez, me presenta a la susodicha: el reemplazo de mi
bonita velada.
Estábamos ya los cuatro en la mesa cuando
Genaro empezó a introducirme hacia Erika como un hombre extraordinario, uno de
esos hombresillos que van creando su vida a pesar de la larga lista de
inconvenientes que se han atravesado, siempre saliendo golpeado con una sonrisa
de bufón satisfecho por su cometido. Parecía animada a pesar de su jeta de mal
parida, lo cual me parecía un tanto divertido, es decir, era la primera vez que
mi amigo hablaba así de mí y eso me preocupaba ya que, si algo tenía ese cabrón
de Genaro era una franqueza seca con la que, en ocasiones anteriores, había
logrado espantar a sus propias amigas hablándoles de mal de mí antes de que yo
dijera una sola palabra. Después me enteré por el mismo que había sido idea de
Sara el cambiar de estrategia.
Hablábamos
los cuatro, casi siempre la pareja, en menor medida participaba yo y Erika, como si se hubiese
sentado en una silla con cuatro desconocidos extranjeros, sólo asentía y
sonreía a la par. Por mi parte sentía las miradas de las pequeñas nuevas
veinteañeras escaneándonos como maleza entre un bello jardín. Volteaban de vez
en cuando entre susurros y flashes cegadores que disparan a diestra y siniestra,
deslumbrando mis gafas cada que intentaba ver los pálidos senos de mi nueva
acompañante y terminaba por formar gesticulaciones fofas después de los
inteligentes comentarios que Genaro y Sara iban discutiendo.
Ya
entradas las copas, Sara y Genaro se pararon a bailar, como de costumbre, lo
cual nos orilló a Erika y a mí a salir a fumar . Ellos parecían
divertirse mientras todos esos mocosos parecían reír de sus antiguos bailes de
moda: eran el centro de atención del bar y también nuestra hermosa oportunidad
de huir. Entonces, entre el bullicio que se acercaba lentamente hacia mis
desubicados amigos, salimos apresurados y la mujer sacó dos pequeños
cigarrillos de marihuana mientras mi Dunhill ya despedía sus primeras bocanadas.
No preguntó si me apetecía, lo recuerdo. Más bien, había prendido uno para
después colocármelo entre los labios mientas aplastaba mi tabaco con la suela
se su zapato. Creo que en ese momento estuve a punto de romperle la cara, digo,
al menos lo pensé, pero después lo deje pasar mientras iba pensando en cómo una
mujer como ella casualmente llega y te invita a drogarte sin decir una sola
palabra. Optó por encaminarme hacia mi auto, sin hablar al momento de que me
encontraba degustando del olor característico de la hierba al arder.
Consumimos los dos cigarrillos casi sin intercambiar palabras. Nos
habíamos recargado sobre mi coche, el cual estaba a dos cuadras del bar, en una
calle en la que el alumbrado mercurial dejaba mucho que desear y se acomodaba
para la situación en la que Erika me había metido. En aquel instante, ya
perdido entre dos reacciones de tos y un cierto tipo de atracción sobre la
mujer, recordé una botella que tenía en la guantera, un tequila barato que
guardaba para alguna aburrida ocasión y decidí decirle. Tanto el silencio como
el porro que había fumado me orillaron a invitarla a tomar dentro del auto a lo
que ella respondió cerrando forzadamente los ojos.
Recuerdo que tomábamos caballitos de un vaso desechable (que procuraba
dejar en el pico de la botella) sentados en el asiento trasero. Recuerdo a
Gerardo tocando el vidrio de mi auto mientras Sara se caía de borracha detrás
de mi amigo. Recuerdo también un interminable loop de música electrónica en mi
automóvil mientras conducíamos hacia mi departamento. Recuerdo y no recuerdo y
sinceramente de la Erika de aquella noche sólo pretendo acordarme de lo
esencial, pues de los otros flashazos que tengo no logro entender cómo es que
terminé pidiéndole que se mudara conmigo.
Si
de algo sé que hablamos un buen rato fue de libros. Generalmente no suele ser
mi fuerte ni uno de mis temas recurrentes de conversación, pero comenzó a citar
algunos ejemplos de personajes literarios que tengo muy presentes y lo notó.
Fue muy similar al control mental y parecía sobrellevarlo muy bien, cosa que
deje pasar mientras tuviera algo de marihuana quemándose en mis dedos. A fin de
cuentas, fuimos bebiendo de esa botella y resultó que la no-tan-fea mujer
llevaba más porros en el bolsillo. Según supe después, conduje hasta el
supermercado, compramos más tequila y bailamos en mi sala, ya cuando comenzaba
a verse nublada la atmósfera de la amargura, disfrazada y ambientada por una
escena llena de cortes y repeticiones.
De
lo siguiente no logro acordarme nada: no supe cómo es que mi coche terminó con el
retrovisor derecho destrozado, cómo es que sus bragas terminaron colgadas en mi
regadera al despertarme en la mañana y tampoco llegué a saber, a ciencia cierta,
por qué Gerardo me había mandado un mensaje de texto con un «chingas a tu madre»
a las tres de la madrugada. Con respecto a Erika y la incógnita de cómo es que
esa mujer acabó viviendo conmigo, al parecer le recomendé dos libros y me
agradeció con una buena cogida o, al menos, eso me dijo tres días después del
viernes del bar, mientras el taxista le ayudaba a bajar sus maletas de la
cajuela y me miraba de frente en la puerta de mi humilde estancia, prometiendo
contarme todo ahora que viviéramos juntos.