martes, 28 de enero de 2014

Le recomendé dos libros

    Antes de que esa mujer llegara a mi vida mi hogar era un templo. Me doy cuenta de ello precisamente ahora, mientras la observo terminando el trabajo pendiente que se trajo de la oficina y me orilla a bajar el volumen de mi estéreo, cada que me voltea a ver con esa mirada furtiva que apenas voy conociendo.
    Yo no tengo la culpa de que sea una oficinista huevona que no cumple con sus labores durante la jornada o que, peor aún, tenga esa cara tan fea que la obliga a doblar el trabajo para que su jefe le aumente el sueldo y, lo peor, sin resultado alguno a pesar de tanto pinche esfuerzo.
    Mis viernes y lo digo con un orgullo adolescente los he dedicado desde siempre a escuchar música mientras el alcohol me va reconfortando en mi sillón; es uno de los pocos rituales que mantengo y no estoy dispuesto a cambiarlo, se lo advertí cuando se mudó a aquí hace un par meses. ¿Cómo pude haber hecho esto? ¿Cómo es que fui a emborracharme tanto durante aquella velada, cuando le pedí que viviera conmigo, cómo? Todavía no lo recuerdo y la verdad es que ya ni me esfuerzo en hacerlo, más bien me mantengo constante es esa elección, como quién apuesta al caballo que ha estado trabajando por años y repentinamente pierde  el boleto mayor: apuestas propias que me han ido jodiendo toda la vida.
    A veces creo que el tequila y la marihuana ya no son una combinación apta para mi cuerpo, digo, hubo tiempos mejores en dónde vomitar era la hermosa y nauseabunda solución, pero ahora, ahora no logro entender por qué se me olvidan tantas cosas después de una noche como esa. A decir verdad, Erika no es tan fea: exageraba. Lo que realmente la hace lucir así es esa pesada manera de decir y hacer las cosas, la ridícula forma en que se queja de su trabajo y la pinta de perra desahuciada que tanto se esmera en forjarse. Todavía tengo muchas teorías al respecto de esto último, pero no me he atrevido preguntar concretamente.

    Aquella noche, por ejemplo, no lucía así. Llevaba el cabello recogido con una simple coleta y un abrigo viejo que le daba un cierto aire de conformismo superficial, como si en el fondo intentara verse opacada por la presencia que desbordaba su acompañante, Sara, la novia de Genaro: un viejo amigo que todavía se esmera en conseguirme algunas mujeres para pasar mis viernes y que tanto ha fallado.
    Juro que en ese instante me vi cada vez más lejos de mi música como nunca antes y peor aún, de las dos botellas de Chivas que había comprado días atrás: un error desmesurado que se medía frente a una cita doble de treintones que poco tienen que hacer en un bar de moda. Pensaba en ello, en todo ese mar de circunstancias que oscilan a ocurrir mientras ellas dos iban llegando, saludando brevemente con sonrisas dibujadas en medio de esos rostros opacos en donde torno la morada, mientras mi amigo recibe a besos a su despampanante mujer y a la vez, me presenta a la susodicha: el reemplazo de mi bonita velada.
        Estábamos ya los cuatro en la mesa cuando Genaro empezó a introducirme hacia Erika como un hombre extraordinario, uno de esos hombresillos que van creando su vida a pesar de la larga lista de inconvenientes que se han atravesado, siempre saliendo golpeado con una sonrisa de bufón satisfecho por su cometido. Parecía animada a pesar de su jeta de mal parida, lo cual me parecía un tanto divertido, es decir, era la primera vez que mi amigo hablaba así de mí y eso me preocupaba ya que, si algo tenía ese cabrón de Genaro era una franqueza seca con la que, en ocasiones anteriores, había logrado espantar a sus propias amigas hablándoles de mal de mí antes de que yo dijera una sola palabra. Después me enteré por el mismo que había sido idea de Sara el cambiar de estrategia.
    Hablábamos los cuatro, casi siempre la pareja, en menor medida  participaba yo y Erika, como si se hubiese sentado en una silla con cuatro desconocidos extranjeros, sólo asentía y sonreía a la par. Por mi parte sentía las miradas de las pequeñas nuevas veinteañeras escaneándonos como maleza entre un bello jardín. Volteaban de vez en cuando entre susurros y flashes cegadores que disparan a diestra y siniestra, deslumbrando mis gafas cada que intentaba ver los pálidos senos de mi nueva acompañante y terminaba por formar gesticulaciones fofas después de los inteligentes comentarios que Genaro y Sara iban discutiendo.
    Ya entradas las copas, Sara y Genaro se pararon a bailar, como de costumbre, lo cual nos orilló a Erika y a mí a salir a fumar . Ellos parecían divertirse mientras todos esos mocosos parecían reír de sus antiguos bailes de moda: eran el centro de atención del bar y también nuestra hermosa oportunidad de huir. Entonces, entre el bullicio que se acercaba lentamente hacia mis desubicados amigos, salimos apresurados y la mujer sacó dos pequeños cigarrillos de marihuana mientras mi Dunhill ya despedía sus primeras bocanadas. No preguntó si me apetecía, lo recuerdo. Más bien, había prendido uno para después colocármelo entre los labios mientas aplastaba mi tabaco con la suela se su zapato. Creo que en ese momento estuve a punto de romperle la cara, digo, al menos lo pensé, pero después lo deje pasar mientras iba pensando en cómo una mujer como ella casualmente llega y te invita a drogarte sin decir una sola palabra. Optó por encaminarme hacia mi auto, sin hablar al momento de que me encontraba degustando del olor característico de la hierba al arder.
    Consumimos los dos cigarrillos casi sin intercambiar palabras. Nos habíamos recargado sobre mi coche, el cual estaba a dos cuadras del bar, en una calle en la que el alumbrado mercurial dejaba mucho que desear y se acomodaba para la situación en la que Erika me había metido. En aquel instante, ya perdido entre dos reacciones de tos y un cierto tipo de atracción sobre la mujer, recordé una botella que tenía en la guantera, un tequila barato que guardaba para alguna aburrida ocasión y decidí decirle. Tanto el silencio como el porro que había fumado me orillaron a invitarla a tomar dentro del auto a lo que ella respondió cerrando forzadamente los ojos.
    Recuerdo que tomábamos caballitos de un vaso desechable (que procuraba dejar en el pico de la botella) sentados en el asiento trasero. Recuerdo a Gerardo tocando el vidrio de mi auto mientras Sara se caía de borracha detrás de mi amigo. Recuerdo también un interminable loop de música electrónica en mi automóvil mientras conducíamos hacia mi departamento. Recuerdo y no recuerdo y sinceramente de la Erika de aquella noche sólo pretendo acordarme de lo esencial, pues de los otros flashazos que tengo no logro entender cómo es que terminé pidiéndole que se mudara conmigo.
     Si de algo sé que hablamos un buen rato fue de libros. Generalmente no suele ser mi fuerte ni uno de mis temas recurrentes de conversación, pero comenzó a citar algunos ejemplos de personajes literarios que tengo muy presentes y lo notó. Fue muy similar al control mental y parecía sobrellevarlo muy bien, cosa que deje pasar mientras tuviera algo de marihuana quemándose en mis dedos. A fin de cuentas, fuimos bebiendo de esa botella y resultó que la no-tan-fea mujer llevaba más porros en el bolsillo. Según supe después, conduje hasta el supermercado, compramos más tequila y bailamos en mi sala, ya cuando comenzaba a verse nublada la atmósfera de la amargura, disfrazada y ambientada por una escena llena de cortes y repeticiones.

    De lo siguiente no logro acordarme nada: no supe cómo es que mi coche terminó con el retrovisor derecho destrozado, cómo es que sus bragas terminaron colgadas en mi regadera al despertarme en la mañana y tampoco llegué a saber, a ciencia cierta, por qué Gerardo me había mandado un mensaje de texto con un «chingas a tu madre» a las tres de la madrugada. Con respecto a Erika y la incógnita de cómo es que esa mujer acabó viviendo conmigo, al parecer le recomendé dos libros y me agradeció con una buena cogida o, al menos, eso me dijo tres días después del viernes del bar, mientras el taxista le ayudaba a bajar sus maletas de la cajuela y me miraba de frente en la puerta de mi humilde estancia, prometiendo contarme todo ahora que viviéramos juntos. 


Linda

    A inicios del año pasado, ella llegó y me preguntó si podía sentarse a mi lado en un día casual, del cual, poco se puede rescatar. Me miró a los ojos en aquel domingo nublado de vientos variables y, brevemente, mientras me miraba comer, me cuestionó sobre si extrañaba todo aquello, como si fuéramos de nuevo una parte del pasado, de un ayer que ella recordaba y yo jamás creí vivir. 
    Al principio cabíamos en una conversación de horas sobre temas irrelevantes que se ponen en la mesa: ases bajo la manga que, más bien, se tienen en la cabeza y se arrojan como la mezcla ascendente del contexto en cuestión, como artimañas del yo interno y lo que se deja expresar, a partir de esas ideas y el filtro que vienen siendo nuestras palabras. Siempre es agradable tener temas así con quien compartir pensamientos y para mi era lo interesante de la situación. 
    A la larga empezó a sonar infantil, por no decirlo de otra manera. Me tomaban por sorpresa esas palabras o acciones, lo cual parecía un tanto cute al principio y no supe qué decir. Le compartí mis posiciones al respecto en esos temas y comenzó a hablar de su pasado, como si yo pudiera hacer algo al respecto, algo que ni si quiera deseaba hacer. Un día me mandó a la verga y fue bonito, fue bonito sentirse aliviado de no tener que corresponder con tontas mentiras y volvió, se tranquilizó y no era para menos. Sin embargo, su extraña posición en la vida no se admitió a si quiera recibir invitaciones a salir ni unos besos y terminó por mandarme a la verga, de nuevo. Es la segunda piscis con problemas mentales con la que me cruzo, tengo que evitarlas y es todo lo que sé. Kaputt. 

sábado, 18 de enero de 2014

Es exactamente eso lo que me mantiene al margen

    Es el tercer viernes del presente año y ya hay tanto qué decir. Tanto qué decir, tanto que callar y seguir caminando entre el asfalto. «¿Por dónde empiezo?», me pregunto en medio del silencio, que se presenta fino y omnipresente entre las diez de la mañana y la primera ronda de café con leche del desayuno, rompiéndose sólo por el canto de nuestro triste ruiseñor llegando desde el porche. A veces es difícil pensar en el comienzo, en los comienzos, esos monstruos que pocas personas saben controlar de buenas a primeras: mansos engendros de fachas horripilantes que nos ahuyentan y asustan a primera impresión. Empiezo. 
    Sería sensato empezar por lo relevante, lo que puede contarse en pláticas cualquiera: en la mesa a la hora de comida, con compañeros de trabajo, con el vecino bonachón que me saluda en las mañanas. Entonces, el año es otro y nosotros también. Lo somos, lo sabemos (¿?), casi hasta lo creemos, lo observamos: somos más viejos, más estilizados pero con más barriga, tenemos los ojos un tanto más arrugados, somos diferentes, y todo esto, todo lo anterior, me pone de buenas. Me alegro, me amargo y sigo escribiendo en este cuaderno a la par de mensajes en el móvil. Apenas puedo pensar en lo nuevo: dos-mil-ca-tor-ce, así: separado por sílabas que me hacen pensarnos deambulando y madurando uno a uno, separados por caminos que se ramifican y se cruzan sin cesar, hasta desaparecer en el trayecto: bullshit de lo más común y corriente. «Habría que reflexionar», pienso y descarto. No hay mucho que pensar al respecto, es el momento, lo de hoy, tu presente ausente, ubicado sin mapas cartesianos, una aparición. 
    Hoy es viernes, un día después de una ausencia injustificada al trabajo, sin paga y sin gloria, con intervención verbal de lo sucedido, con una indiferencia que me abraza y me brinda lealtad de la buena, de la bonita, lealtad existente y no patrañas de terceros, de terceras, de falsa reputación pretenciosa. «¿Cómo se atreve?», me digo. Se presenta en mi mente el recuerdo de alguna falsa lealtad, una que aún se osa en portar como atributo y me dan ganas de bostezar; prefiero volver al café, ya frío y sin mucha consistencia: un escape directo a la cruda realidad con una dosis de cafeína alistándome para los chingazos. Miro la taza de porcelana en el justo instante en que dan las once, fijamente, me pierdo. Imagino labios: pulcros, rosados, sensibles al dolor y aún así quemándose con cada sorbo, intangibles en el momento y tan vividos como las mordidas de ayer, las de la semana pasada.
    «¿Qué situaciones vienen...?», susurro; lo dejo a la incertidumbre de saberme así, ignorante y ansioso de sorpresas y decepciones, con un puño alzado en señal de defensa y una mejilla esperando el impacto: Robertito. Es algo que en verdad me gusta esperar, los chingazos. Nunca fui bueno peleando, más bien, fueron pocas veces en que llegué al punto de hacerlo pero, cuando lo hice, cuando de verdad lo decidí o me vi ya imposibilitado del escape, me rompí la madre de verdad. Vaya pendejada. Exhalo, suavemente saco el aire que me ayuda a proseguir e instantáneamente se vuelve vapor, ese tenue desperdicio de agua en el que oscilo y me siento el más petulante de tus conquistas. Lo pienso y pienso en tu cama a reacción, y siento tu cobija de algodón rozándome la piel sensible después de tus caricias mientras yaces a mi lado: dormida y profundamente perdida en ese vacío que a muchos les llega después del choque de cuerpos, y te envidio, mientras me acuerdo y me regreso a ese preciso momento: mirando el techo de tu habitación, adelantando y volviendo a través de panoramas dignos de escenas de Tinto Brass y un aislado murmuro, enmudecido por los compases de tu respiración y una repentina lista de siguientes decisiones, legibles y concretas que se dejan alumbrar por una leve luz rosada que empieza a brillar sobre Monterrey. Regreso a la silla de mi cocina. «¿Qué piensas?», nada: vivo y creo existir, más no estoy seguro. Cargo con tus besos y tus caricias, con tu saliva y tus cabellos, con tu olor en el cuerpo y en la sonrisa. Cargo con mi insignificancia al momento de partir, claro está. 
    «Es exactamente eso lo que me mantiene al margen», me afirmo al observar el fondo del recipiente ya sin café qué beber. Entorno el lapso distante, fugaz e inexistente bajo las influencias excesivas de un disco melancólico que llevo en el alma, cerrando la boca y apreciando el jadeo que deja perderse así. Enciendo la estufa nuevamente y el deseo de dormir me invade de repente. Si al menos tuviera el día entero, así, en silencio: solitario ritual de encontrarme conmigo y querer huir, pero hoy no, no se puede. Me di cuenta que no podía volver a faltar cuando me percaté de una mañana sin tanto frío y mis pies fueron los informantes. Caminé descalzo hasta la puerta para dejar salir a mi perro a orinar cuando los rayos del sol intentaron jalarme al día nuevo, y, triunfante, regresé a tientas a la cama aferrándome a la oscuridad de entre las sabanas y los pocos sueños que procuro recordar: Carpe diem: YOLO. Podría haberse(me) quedado así, distante y callado viernes en que mi padre celebra su cumpleaños y poco sé de sus últimos comportamientos fuera de regla (comentarios de mi madre y hermana) y sus intenciones. Viernes-que-me-toca-trabajar-hasta-tarde y viernes-de-mañana-voy-a-trabajar-temprano. 
    «Así son mis días», cancion de Control Machete, «Estos son los días», libro de Alberto Chimal, «These days», canción emblemática de Nico: todas esas similitudes me acompañan en ese parecido eslogan de la bitácora de lo que pasa y de lo que voy relatando. Así mismo, volviendo al recuento de los primeros actos del día, entre la pesadez de los párpados entrecerrados y la pereza de levantarse temprano, me encontré con un mensaje de una noticia triste, una muerte. Un deceso significativo que pegó directo a una persona que quiero mucho y decido despertar para tratar de dar un poco de apoyo. Cierro el cuadernillo e inhalo estabilidad. Así empieza el viernes y así termino transcribiendo todo esto a este espacio en madrugada de sábado, antes de ir a trabajar. 
    
    

jueves, 9 de enero de 2014

Nota en la esquina de la agenda I

    "Facilitarme la vida dejándome de mamadas".
    Poco puedo recordar qué era, en verdad, lo que estaba pensando al momento de escribir esta nota. "Facilitarme la vida dejándome de mamadas", "facilitarme", ¿comprendes? ¿Cómo va eso? Seguramente se trataba de un momento espontáneo de escaso optimismo y efímero bienestar social, obviamente, ¿con quienes?—. Aclaración: hacer una nota sobre esta nota. 
    "La vida es sencilla", según dicen, ¿y para quién, o, más bien, para qué? Para qué querer una vida sencilla y más tranquila de lo que ya es, seguramente tengo un mal punto de vista pero, ¿quién no lo tiene?: preguntas que se desparraman del ser como agua desesperada de brotar en la fuente, metáfora del esperma y la ansiedad masculina. Crisis, crisis, crisis.
    12:00, mediodía marcado en el reloj. Tengo que trabajar y dejarme de mamadas, de mamadas, de amadas conversaciones vacías de valor laboral, ¿qué-carajo-estás-diciendo? Despertarme tarde no me está haciendo mucho bien. 
    Salgo por la puerta de la lavandería a encender el boiler con una notable probabilidad de morir quemado. 
    

martes, 7 de enero de 2014

Irregular

    Acabo de terminar el café que preparé y me tomé mayormente helado. Tengo a medio metro de distancia el ron y el agua mineral y Eduardo Rovira pone el ambiente con esos tangos tristes del 66: un ambiente frío y callado en donde el calentador poco puede desempeñar para contrarrestarlo. 
    Tengo las manos congeladas por la falta de movimiento y la presente onda fría que cayó en la ciudad y, aún así, creo extrañar el frío de tu piel torturándome con sencillas caricias que van más allá del típico «te quiero». Y es que no es necesario querer para extrañarlo, como tampoco creo sensato de tu parte tener que estar mencionándolo tan a menudo. Más bien, creo correcto el hecho de sentir necesidad sobre un frío diferente, uno que me invite a nivelarlo, a disminuirlo entre comentarios banales y uno que otro beso rasposo (producto de la resequedad y la mala humectación de nuestros labios). 
    Eduardo comienza a tocar "Al invitado" y ya he alcanzado el ron. Comienzo a exhalar largas bocanadas mezcladas de humo y vapor, y el recelo de tu esencia se presenta ante mi como un camino errático de desconcierto y vulnerabilidad existencial, algo así como el impacto de carros chocones justo en el momento del corte de corriente eléctrica y el hipo, ese que aparece a reacción después de una coca-cola bien helada. ¿Y dónde estás? Lo sé, ocupada: procurando terminar los pendientes y tratando de sacar el último proyecto. «Respuestas debajo de la mesa», llegué a citar alguna vez. 
    Van siete días del año y seguimos siendo los mismos, al menos en este preciso momento. Mañana será diferente: serás diferente y me gusta esa idea. Sin embargo, hoy puedo impedirlo, detenerlo por una noche en donde seamos el mismo reflejo del comienzo revoltoso en en que nos fuimos a adentrar. Recrear una escena en dónde volvamos a equivocarnos y reírnos de la misma manera: beber un sorbo de la misma copa, mirarnos a los ojos sin decir una palabra y acomodarnos el cabello mutuamente mientras detrás, atrás de todo nuestro triste y sencillo acto se encuentre el escape de dos personas que se desconocen amablemente hasta que se cumpla el pacto de partir.
    Hasta entonces, puedo decir que te extraño, por ahora. Tal vez mañana me digne a negarlo todo, al menos no de querer verte.