Hoy no tuve ganas de mentírle a mi cuerpo. No tuve ni la más remota intención de despertar con el olor de tu cuello ni con las caricias que, de una u otra manera, siempre terminan por hacerme despertar de la mejor forma. He pensado por muchas noches que ese rosar de piel que creo sentir, no es más que la sabana blanca en la que me refugio por las noches, unido a la vieja sensación que dejó tu cuerpo al frotar al mío y la imaginación insistente de joven adolescente, que aún persiste en mis torpes 21 años.
Respiro la noche mientras el día se ha fugado lentamente, entre horas nubladas y calores húmedos —producto de la humedad climática y la borrachera de anoche. Suspiro entre pensamientos que, naturalmente, son más propensos para la ducha. Tomo agua para pasar el remordimiento y la sensación de necesidad —y necedad—, que me tienen hasta altas horas de la noche con un bolígrafo en la mano derecha y un terrible ahogo, entre mi mano izquierda y mi lánguida garganta.
Tengo ganas de largarme de aquí, de llegar hasta aquel intimidante lugar, lugar donde siento un especie de colectivo confort independiente al hogar: un místico lago de coincidencias y consecuencias, en donde el olor de la sangre me permite continuar, en el júbilo que aún anhelo sentir.
Todavía no me siento a gusto. No puedo sentirme en casa, no después de todo lo que tenemos juntos y lo que tengo cuando estoy solo, no puedo retomar mi control y no tengo intención de hacerlo. No todavía. Tal vez tarde mucho más de lo que creo y creo también, que será lo mejor.
Un simple desorden cualquiera...