domingo, 27 de abril de 2014

Carta al mes de abril

    Es muy tarde para beber café negro y agrego un poco de leche entera para poder dormir. Así mismo, me doy cuenta de que abril está por terminar y el calor extremo de la ciudad es el espléndido indicador: sorpresa, fuckwitt. «¿Qué hay de nuevo para escribir?, ¿Quién me ha robado el mes de abril?», me digo citando a Sabina con el titulo de un tema que me aburre, mientras por fin me digno a prender, por vez primera en el año, el ventilador tras el insoportable bochorno que se deja ocupar todavía a estas altas horas de la noche. No hay mucho de interés, sólo rutina y ese creciente embrollo que implica pensar, respirar y salir caminando día tras día hacia un mundo enorme en el que el bullicio y el egoísmo resumen el espacio en simples líneas de una agenda de bolsillo. ¿Qué pudo tener en especial abril que no hayan tenido los otros meses? Nada, mi amigo. Uno, a veces, se da cuenta de la necesidad del trabajo, del refugio, del escape de si mismo en labores comunes, en libros de cabecera, en canciones que escuchas desde los quince años y vuelves a bailar, en recuerdos. Abril por ejemplo, me recuerda días fuera de Monterrey y una nula comunicación con la gente de mis círculos cercanos, sobre todo familiares. Abril se sitúa como uno de los importantes parteaguas en mis últimos cuatro años de vida, y ahora, amarrado entre un tumulto de recreaciones de jornada y huidas hacia el propio mundo personal, se ve quebrado el significante que acabo de redactar anteriormente. No me preocupa en lo absoluto, lo digo al tiempo en que bebo ya los últimos sorbos de café con leche que cada vez me gusta menos, releyendo las primeras lineas de la presente entrada  y saboreando ese característico sabor que se queda en la lengua después de un placer que va en declive, después de un cariño fuerte pero finito. Es bueno saberse de ese tipo de características, de ese montón de sucesos que pueden marcar o refinar ciertas temporadas de un año, pero como siempre, es mejor cambiarlo todo. Sin embargo, el hecho sucede sin ser una decisión claramente y con ello viene el pensamiento reflexivo de lo que fue y lo que no importa que no haya sido: lluvias constantes los fines de semana, un libro que no llega, un film que por una u otra razón pospongo desde hace más un año y los refugios semanales en sus besos, en sus piernas, en el pálido color de su piel que no me deja decirle adiós. Son hechos, sucesos, elementos claros para reseñar abril en no más de tres renglones, marcas que se repiten en la agenda y, por qué no, un puñado de horas que quedan como el cambio de la rutina vacacional. El mundo sigue en calma, y no refiero a el caos de país que tenemos, ni a las guerras en las zonas de siempre, ni siquiera a las pendejadas que salen todos los días en las noticias regionales, me refiero a mi resumen mensual, a mi indiferente idolatría de estabilidad, a las nueve o doce cajetillas de cigarros, al dinero que va y viene, a tu terquedad por algo que ya no existe, a mi necedad por el egoísmo banal. Es conformismo y estancamiento promedio, es un par de ojos cerrados que se niegan a ver más allá de la autofelación matutina triunfalmente lograda; y seguimos de pie, inhalando el putrefacto olor del amor que fluye por el aire para recibir el mes de mayo: tu caminando y queriendo un amor correspondido y yo amaneciendo de nuevo en una cama ajena que no me da tantos dolores de cabeza ni ansiedades. 




domingo, 20 de abril de 2014

Im Dorfe


Winterreise

    He comenzado a extrañarle sin siquiera haberle dejado. Lo he notado en los últimos días, con el paso de los minutos que parecen eternos y el efímero recuerdo que me queda de ellos. Ha pasado de repente, como el suave roce de su piel contra la mía, como un claro ejemplo de la contrariedad que mi ceguera procura elegir. Poco puedo imaginar del porqué concreto hacia el sentimiento, hacia la extraña sensación de sentirse de una manera u otra con respecto a una simple persona.
    El tacto de los días parece no importar y, sin embargo, se aferran y se desvanecen, justo como la metáfora que ella puede significar en mis instantes. Lo noto incluso ahora, bajo una presión arterial alterada, yendo de un desconcierto social hasta un desconsuelo interpersonal en donde poco figuro a estas alturas de la escena y en las que quedo de lado sin objeción y la recuerdo: bajo el yugo del denso aire de la noche y esas palabras que aparecen y se quedan bajo nuestros párpados sin llegar a escucharse, simulando la barrera del lenguaje o el negado entendimiento del reconocimiento mutuo, un rechazo.
    Y es cierto que hay algo, un bicho pequeño e inservible que se escabulle por entre mis dedos y la necedad de su nuca. Un vulnerable ser lleno de repugnancia que igual puede jodernos a placer, en medio de una merced pendeja en la que nos vemos, o, mejor dicho, me veo, cada que la falsedad es el mensaje que llega hasta sus  oídos, una falsedad tierna y sin maldad que se engendra y aparece en lugar de la resignación. Hay impotencia si, de la menos tangible ante tanta acción realizada, un falso escalón que yace y repercute en todo lo siguiente, lo que se le ramifica y hasta a lo que no. Hay miedo en sí.
    He comenzado a extrañarle sin siquiera haberle dejado. Lo he notado en las últimas risas, las que parecen ser el último de sus destellos que alcanzaré a percibir. Ha pasado tan de repente, todo sin intenciones pretenciosas que no fuesen deseo y necesidades del ser, sin quereres, sin estatus, sin ganas de amar, como un claro ejemplo de la monotonía en la que me aferro a vivir. Poco puedo imaginar del porqué del concreto hacia el sentimiento, hacia la extraña sensación de haberme entrecruzado, de nuevo, con otra persona.
    El ahora parece ser el ahora de hace algunos meses y lo bautizo de total indiferencia: insípido malentendido de lugares y llamadas entrecruzadas vacilantes, cruda síntesis sin un objeto a buscar en estos momentos llenos de un vicio detestable y enfundando el deterioro del cuerpo, del alma y esas cosas que suelen decirse para no afirmar que somos sólo tierra mal empalmada, tierra que, al final del día,  nada tiene de extraño.


lunes, 14 de abril de 2014

Lulú

    Anoche volví a soñar contigo y eso ya empieza a pintar mal las cosas. 
    ¿Por qué habrías de situarte ahí, precisamente en uno de los lugares en donde menos quiero tenerte? Infortunios que uno tiene que pasar a pesar de negarlo todo, al parecer. Como siempre, el desconcierto de encontrarse en una determinada situación totalmente aleatoria es el comienzo desmedido, engendrado y alimentado por las reminiscencias del día a día y las contrariedades que no concuerdan y se vuelven paradojas: un resumen mínimo para dejar fluir la escena clara del flujo químico nocturno. Y así fue, en una secuencia de actos en los que te encontraba tan hermosa y, como nunca, andrajosa, con unas casuales fachas que hacían resaltar el ánimo de tus mejillas y la seriedad que a veces recreo sólo en mi imaginación, entregándote una extraña aura que no posees y me repito cada que puedo. Aparentemente, el lugar no podía ir más allá de un simple café, un restaurante barato en el que esperábamos a uno de tus amigos, uno que no conozco, y esa ya es otra pista del detalle y lo cual vuelve el acto tan ficticio como el cariño o mutuo querer que parecía existir en ese instante. Nos observábamos lentamente creo recordar, sin decir palabras, entre un absurdo vespertino de la cotidianidad de jornada no laborada y un calor veraniego. Habrían pasado horas y persistíamos ahí, dejando entrever la síntesis que corre por mi mente de lo que noto para con nosotros y dejando que el tiempo corriera sin decir una sola palabra y sin tomar una clara decisión, aguardando el arribo de tu amigo como clara metáfora de lo que no quiero presenciar y la indiferencia que me corroe hasta el último poro de la piel con respecto a todo ello: la convivencia con personas que nada me interesan y el bienestar social que me importa un reverendo cacahuate. 
    Hay momentos entre sueños en donde percibes toda esa ola de extrañas circunstancias y sabes de antemano que es lo que sigue. Es ahí cuando comienzas a modificar el rumbo del acto mismo bajo los párpados cerrados, cuando alcanzas a distinguir el punto exacto en el que las piezas situadas entre tanta incongruencia están ahí, en efecto, para eso, para moverlas a merced de lo que sucede y el camino que debes forjar en ese preciso momento. Habiendo reconocido mi papel de actor de filme barato, creo recordar haber decidido esperar, esperar junto a ti a tu obeso amigo sólo para observar y afirmarme lo que eso conlleva, y carraspear y reír sarcásticamente entre dientes para expresar un «te lo dije» en tercera persona y un júbilo naciente de ver la mierda que le sigue. Ahí es cuando llega el aburrimiento desmedido de este tipo de situaciones y relaciones en las que me suelo enfrascar, siendo el centro de atención de mi egocéntrica película soy yo el que debe salirse con la suya, cuando veo el desastre venir y se entrelaza el más allá de las personas y empiezan a mezclarse los amigos, las fiestas, los «te quiero» y las llamadas telefónicas que nunca me gusta contestar. Y desperté, con la desdicha de tener que tomar una decisión o, más bien, de expresarla sin tantas mamadas. 

lunes, 7 de abril de 2014

Carta a M

    «…después de dar vueltas en la cama hasta las cinco de la tarde para no levantarme, finalmente salí a la calle y me encontré con tu carta. Me dio tanta alegría que casi lloro. Fue lindo por un instante saber que soy relativamente importante (por así decirlo) para alguien, aunque sea de esta forma tan lejana…».

    He leído este mensaje.
    Lo leí cerca de tres veces seguidas, y no supe cómo responder. Lo he leído varias veces más a través de los días, como si esperara que tuviese diferentes efectos en mi entendimiento si tomo agua al momento, si acompaño la lectura con un dulce de leche quemada, si lo leo antes de irme a trabajar. ¿Cómo poder continuar?
    Tardé casi un año en mandar esa carta y ahora me pregunto cómo es que fue a llegar hasta tus manos, así, de esta manera: en un desconcierto de lo que te relataba por aquel tiempo y la injusticia de no darle una releída antes de decidir mandártela. «Te entiendo». ¿Pero qué hay que entender? Han pasado tantas cosas y la vista panorámica de todo lo sucedido parece caber en un monóculo o en un fish eye, en el que se resume un descontrol de sucesos y una catarsis ridícula que se presume en el pasado año.
    Desde hace siete meses aproximadamente, tengo una especie de situación con alguien y eso me entumece de tus palabras, el notar esa similitud, pero, como si fuese el verdadero cliché masculino del son-todos-iguales, parezco ser la otra cara de la moneda de tu respuesta, o sea, el hombre. Lo sé, y seguramente tendrás todo el derecho de maldecirme y de pensar que soy un hijo de la gran puta, pero es lo que llegué a pensar al momento de leer y releer tu respuesta. Carajo, hay que verlo desde el otro punto de vista para darse cuenta de lo mierda que uno puede llegar a ser. (Hago una pausa para beber del té ya frío que me acompaña esta noche y carraspeo la garganta a sabiendas que no hablaré hasta el día de mañana).
    Sin embargo, después de haber leído nuevamente este mensaje, tras un par de días de monótono trabajo, algunas noches de alcohol discreto y un sinnúmero de minutos totalmente muertos, llego a la conclusión que, en lo demás, en las pocas y breves palabras que dejas entrever después del opening de esta respuesta, tontamente puedo ponerme en tus zapatos y decir que si, que el divagar y el sedentarismo del no hablar con casi nadie y las amistades que se quedan muy de lado, pueden mezclarnos en esa pizca de cuestiones en común. Casualidad que para nada tiene algo de especial y, a estas alturas de la vida, uno aprender a no tomar mucho en cuenta. Puedo creer lo que sea, cualquier cosa que me digas, cualquier cuento o relato que me escribas lo tomaré muy en cuenta y, aunque poco recuerde el por qué decidí cartearte, será bueno. Y estará bien, sólo hace falta un momento para leernos y un reconocimiento de que podemos llegar a ser especialistas de requerimientos sin sentido. Puedo creerlo. 

miércoles, 2 de abril de 2014

Carta a A

    ¿Cuánto tiempo hará ya de aquello, dos o tres años? 
    Me he enterado de la manera más inverosímil de los sismos de Chile y por ende me acordé de ti. La verdad es que siempre te pienso cuando me viene a la cabeza cualquier cosa que tenga que ver con el país andino: bonita y lógica bobada, ¿no crees? Pensé en ti y en tu niño (qué enorme ha de estar) y en una ráfaga de imágenes en las cuales te veía de espaldas, caminando en una tremenda tranquilidad que, espero, hayas obtenido a fin de cuentas, casi recreando una de las fotografías que me mandaste en tu estadía en Nueva Jersey. Es un tanto extraño como se van situando las cosas, como uno puede ir caminando y cavilando en cualquier pensamiento o evento y, de repente, un nuevo suceso se presenta frente a nuestras narices y ¡Zaz!, al abrir los ojos después de parpadear ya te encuentras en el meollo de un largo proceso de actos shakesperianos. 
    Creo que eso me pasó hace poco, mientras sentía la necesidad de volver a leer a Bolaño. Por alguna extraña razón, recordé el tiempo en el que me lo mencionabas más que a Enrique Lihn o el mismo Nicanor Parra: tú, una chilena provinciana estudiando en la costa este americana, a pocos kilometros de Nueva York; tú, una chica que se la vivía quejando de la madre de la familia judía que les daba habitación a ti y a la otra niña pero que recompensabas con ese ambiente de blanca nieve, siempre esperando por el desconcierto. Recordé aquello y sentí ya no tenerlo tan presente, no recordar de manera correcta esas charlas de largas horas en donde nos reíamos de banalidades y tontamente planeábamos vernos un verano en México (Distrito Federal): tú escapando de tu revolucionario hermano de la UNAM y yo escabulléndome de mi novia de entonces para, al fin, encontrarnos aunque fuese una hora. Qué cagado. 
    He pensado en ti y no creo, en verdad, que tú hayas hecho lo mismo. Ahora con "Estrella distante" no puedo dejar de hacerlo. De hecho (y te soy sincero, como siempre lo hice contigo), es la segunda vez que lo empiezo y, durante la anterior, no pude seguir a más de la mitad sin imaginar tu presencia en uno de los clubs literarios de Juan Stein o Diego Soto, aunque nada tendrías que estar haciendo ahí y era lo más pendejo del asunto. Sin embargo, el recuento de los días y el crudo desenlace en el que nos situamos después de toda la novela que viviste tras tu regreso a Chile, poco me hace querer o tener que estar escribiendo todo esto, pero aquí estoy: escribiendo palabras que me hacen de alguna manera, dejarte de lado nuevamente después de estos últimos días y la lluvia de imágenes en las que, repito, vuelves a aparecer: con tu bello rostro y tu pálida piel y esos ojos sonrientes y vascos que te cargas bajo miradas de tenue vaivén. 
    Sé que las probabilidades de que leas esto son mínimas, por no decir nulas. Y está bien, que por ahora lo mejor es esto como, justamente aquella vez, lo mejor fue que me sacaras de tu mundo y prosiguieras con la atención al pequeño niño que ya tenías y a la complicada relación que ya llevabas con el weón ese que también te hizo botar al gringo y rubio Ken. 
    Por ahora seguiré leyendo a Roberto y trataré de brindar amablemente con café a tu salud. ¡Hip-hip, hurra, Urra!