Se acaba el 2012 y mañana es martes. Este año ha sido uno de los más locos y bipolares que he tenído, uno más de los que pasan rápido y, a pesar de las largas esperas y los días interminables, más han significado para mí. Poco y mucho puedo decir con respecto a éste año: el montón de lecciones que me ha dejado, los objetivos cumplidos, los momentos felices y, también, un enorme puñado de tiempos difíciles que, creo, son de las cosas que más puedo valorar de todo lo sucedido. Sinceramente, nunca he sido muy adepto de festejar estas fechas ni realizar listados de nuevos objetivos a cumplir, pero pienso que es un buen momento para cerrar ciclos y refrescar los largos historiales que van dejando los días y las noches que se resumen en la vida. Por ahora no puedo agradecer, porque mi estado no me lo permite y sólo me queda pensar y tratar de vivir lo que falte, lo que sea necesario y seguir en ese montón de niveles o decisiones que significa vivir. Poco puedo celebrar y poco es por lo que puedo brindar, nada es para siempre y tal vez sea hora darse cuenta. Mañana es otro año, mañana seguiré siendo el mismo montón de miedos y defectos.
lunes, 31 de diciembre de 2012
lunes, 10 de diciembre de 2012
El cajón de la ropa interior
Angie siempre cierra el cajón antes de que llegue a acercarme, Lo hace con disimulo, mientras me sonríe y/o guiñe un ojo con una seducción tímida pero serena, certera. Sabe que me inquieta una curiosidad nata de ver qué es lo que se encuentra en ese cajón, debajo de su ropa interior, aquello que tantas veces he visto que mueve, observa y vuelve a guardar con recelo, dibujando en su rostro esa inocencia de puberta que aún lleva por dentro.
Desde los días de nuestro noviazgo en donde apenas nos aventurábamos a tener sexo en su recámara, recuerdo que todo detalle especial que ella llegaba a compartir conmigo, en mayoría, salía debajo del cajón de su ropa interior. Los movimientos con que ella actuaba aún siguen siendo los mismos, y eso, es una de las cosas que Angie ha mantenido tan presente desde entonces y una de las formas en las que más me seduce, cosa que no creo que sepa del todo.
Conozco, a paso exacto, todo el proceso que ella iba efectuando desde nuestra estancia hasta el cajón aquel, con cada movimiento a detalle y el efecto correspondiente que causaba en mi: primero, comenzaba con una serie de pasos cortos a través de la recámara, pasos muy refinados que parecían ser plasmados a pincel, cada uno siempre acompañado de un ligero balanceo de cadera casi imperceptible, mientras, su cabello, se esmeraba en adentrarse en un vaivén místico y tan suyo, haciendo de su peculiar caminar una danza de cortejo basado en su instinto y la irrealidad que viajaba desde su corazón hasta mis exaltadas pupilas. Entonces llegaba, girando su rostro a reacción hacia mi ubicación, siendo esto el clímax del acto en el que mi sangre se hervía y, bajo mis pantalones, estallaba el sufrimiento de esa dolorosa erección que ella ni siquiera imaginaba y la cual, yo tanto deseaba. Para estos momentos Angie ya había abierto el cajón, lo adornaba con stickers de una de sus amigas diseñadoras, la lesbiana del cabello largo y negro que, cada que podía, me lanzaba miradas de desprecio y desacuerdo homosexual.
Tras tener en sus manos el secreto a mostrar, Angie proseguía a mover sus labios hasta formar una sonrisa inocente y casi perversa y, entonces, cerraba el cajón con sus nalgas para, después, dirigirse hacia mi con una mirada baja y un semblante de rubor en sus mejillas. Cada que llegaba hasta la cama o el sillón en donde yo me regocijaba por el acto, me daba aquello que me quería mostrar, narrando alguna historia que acompañara al juguete, obsequio o papel que se tratara, siempre evitando verme a los ojos mientras se refugiaba en caricias que, delicadamente, iba trazando en mis manos hasta el pecho.
Otras veces he querido asomarme. Han sido varias ocasiones en que, mientras nos arreglamos juntos en la habitación, me he acercado con disimulo de querer alcanzar mi loción o el rastrillo, pero Angie se apresura a sacar sus bragas para que no lo logre. Sabe que quiero ver lo que hay y tal vez también asimila que ya conozco todo eso que esconde con inocencia pero que nunca cambia de lugar, más sin embargo, la cuestión es que nunca he llegado a espiar sin su presencia.
Las verdad es que conozco su vida como la de nadie más y puedo casi asegurar que las cosas que guarda y aún no he visto son cosas tontas, secretos que una mujer guarda por un cariño especial y que, tal vez, ahora poco importe el principal objetivo del objeto, pero el hecho es que no puedo evitar fantasear con todo eso que pueda estar ahí: las cartas de su primer amor, las fotografías de las lesbianas, el dildo amarillo que tanto menciona cuando está ebria. Es una incógnita todo eso y no puedo dejar de pensarlo, quién sabe, tal vez tenga algunos teléfonos o maneras de contactar a otros hombres ahí, otros güeyes que también amen conocer, cada que se la cogen, los secretos que Angie guarda en el cajón de su ropa interior.
Las calles (I)
Por cada vereda que camino voy buscando tu rostro. Miro, pestañeo y volteo a todos lados, en un proceso que se va repitiendo y, es que, perdóname, te estoy buscando en las calles. No puedo evitarlo, hacerlo no me tendría más contento ni mucho menos. Trabajo arduamente tratando de absorber nuevamente la pequeña chispa de tu mirada, la cegadora, la que me mantiene fuera de este mundo tan mío, tan gris y ambiguo donde todo tiene total indiferencia. He quedado desempleado por recorrer siempre las calles con esmero, conté los pasos desde tu casa hasta la mía y no te encuentro, en las calles, no te veo sino hasta en las noches en que cierro la puerta de mi hogar.
lunes, 3 de diciembre de 2012
Mi habitación es ese pedazo de mundo que he labrado con todo el sudor de mis ideas
El reloj despertador tiene siete días parpadeando. La habitación parece ser el mismo pedazo de pocilga en el que nací pero con escupitajos más negros en la pared. Son las marcas del tiempo que ha dejado el polvo y la poca dignidad humana que presento en mi dulce hogar. Las mañanas siguen siendo los mismos recortes de esos asquerosos films independientes que ves una vez en tu vida, llenos de escenas largas en las que el protagonista despierta con tres pelos más en la barbilla y unas tremendas ganas de mear esa orina oscura que se provoca por las pastillas.
Si en este preciso momento te detuvieras a observar, tranquilamente, te darías cuenta de que esto que ha quedado sigue teniendo un poco del toque que tuvo en aquellos años en los que yo me esmeraba y, en los que, la vida, comenzaba a asomarse como lo que era, pero aún tenía esa especie de capucha irreal que tanto me había esmerado en crear y dibujar.
Mis ojos habían obtenido la vista que tanto me había costado diseñar para mi mismo. Una especie de escena teatral se había formado en mi entorno casi sin darme cuenta, era genial y era el único proyecto de vida que puedo nombrar meramente como tal, porque eso era y porque todo lo que ha venido después de ha quedado muy por debajo. A la hora de decir esto no me estoy refiriendo a que la felicidad había sido lograda por un mocoso de ocho años y mantenida hasta hace poco tiempo, sino, que todo aquello que se había cruzado en mi mente y valía la pena mantenerlo, había sido ejecutado y anexado a ese montón de recuerdos que, con el pasar de los días, se puede nombrar como vida.
Todo parecía correr de la mejor forma: cada día se moldeaba un pedazo de lo que hoy en día repercute como mi ser. Había mantenido una vida digna, llena de ideas, ideas sobre personas, ideas que se volvían hechos, actos y vivencias: las ideas eran el fruto y la base de mi infancia y pubertad. Las cosas pasaban y eran bienvenidas, las buenas, las malas y las stuff. La mayoría del tiempo parecía que estuviese flotando al lado de los más impensables seres, platicando con escritores que aún poco conocía y asegurando que, por ahora, no podía pedir más que no fuese lo mismo.
Es siempre importante recalcar que esta habitación parece ser el más corriente cuarto mexicano que aloja a un idiota cualquiera pero antes, hace poco aún, no necesitaba de un sólo adorno o fotografía que reflejara la persona que lo habitaba. Un cuarto de cuatro por cuatro con dos puertas y un techo jodidamente blanco parecía ser la celda de un loco, un puberto jodido y loco que comenzaba a escribir jodidamente mal y que guardaba dibujos, historietas y falsos versos veraniegos, jodidamente malos, debajo de la cama. Ahora parece ser un poco más acogedor, con un poco de color, libros y palabras en las paredes porque, carajo, ya no tengo donde guardar tanto papel.
Podría dejarme de estupideces y seguir viendo el reloj parpadear, pensar en su nombre, sus nombres y tratar de decirme por enésima vez que las olvide, pero no puedo, sencillamente no puedo, porque están aquí, en un vello de mi brazo o en una arruga de mi cara, en algún remoto lugar de mi cuerpo existe ese recuerdo y, mi mente, sólo guarda la fotografía de sus caras.
Así como el reloj despertador tiene siete días parpadeando, las esquinas de la recámara alojan una especie de polvo: partículas que se van desprendiendo de mi cuerpo al ser desechadas y quedan ahí como un rastro de lo ambiguo que es el ser humano y lo remoto de la evolución. Creo que aquello que sólo se ve al acercarse un poco más es lo que verdaderamente importa, al ser, minuciosamente hablando, los verdaderos rastros científicos de la persona, ya sabes: algún cabello suelto en el suelo, rastros de saliva en la almohada, marcas de semen en los calzones y, en mi caso, la marca de grasa que hay en la pared en aquellos lugares en los que he pegado la cama. Si siguieras estos rastros, estos verdaderos rastros de mi en este lugar podrías llegar a tener lo que más quieres, lo que más odias o, de jodido, un bonito recuerdo de lo que, por ahora, se puede decir de mi vida y mi descuidada higiene.
La intención de estas palabras no es la descripción detallada de mi habitación ni mucho menos, como ya habrás notado, sino, contar, tristemente, lo vacío que parece estar y lo interesante que se puede a llegar a tornar hablar sobre lo que habita, ha pasado y guarda un espacio como este, en donde los llantos aún resuenan y las risas poco han estallado, un lugar más parecido a un templo de ideas que a una sala de cine y claro, algunas escenas de sexo memorables guarda también, pero eso debería de estarlo borrando justo ahora, mejor no.
domingo, 2 de diciembre de 2012
Carta para mi desde el 2086
Hola Arturo
Esta carta ha sido escrita para ti desde el 2086, la has escrito tú, o sea, yo. Si, está bien, debes de respirar un poco si estás palabras llegan a alterarte un poco y, como sé que si, está bien, respira. Debes de empezar a moderar esa ansiedad pero bueno, como sé que no lo harás —ya que estoy hablando de mi— sólo puedo guiarte diciéndote estas breves palabras: lentamente inhala, lentamente exhala, y por favor, lee detenidamente cada una de las palabras que contiene esta carta.
No puedo entrar en detalles, ¿estás de acuerdo en que cualquier cosa puede hacer que todo se salga de control? No puedo darme lujos estúpidos aunque tanto quisiera. Lo que ahora sucede y me mantiene al borde de tener que hacer esto: buscar por los medios prohíbidos darte esta notificación recae en que puedo dejar de existir, nosotros, tú, yo. Lamentablemente si, vas a vivir hasta el 2086, no te voy a decir cómo ni porqué tendrías que vivir aun más, las cosas son muy diferentes al año en el que te encuentras y cualquier detalle, por más mínimo que sea, sería fatal.
Por ahora sólo necesito dos cosas: necesito que tomes las dos píldoras que te he mandado anexas a esta carta y, por último, que mates al hombre con el que te he enviado esto.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)