lunes, 3 de diciembre de 2012

Mi habitación es ese pedazo de mundo que he labrado con todo el sudor de mis ideas

    El reloj despertador tiene siete días parpadeando. La habitación parece ser el mismo pedazo de pocilga en el que nací pero con escupitajos más negros en la pared. Son las marcas del tiempo que ha dejado el polvo y la poca dignidad humana que presento en mi dulce hogar. Las mañanas siguen siendo los mismos recortes de esos asquerosos films independientes que ves una vez en tu vida, llenos de escenas largas en las que el protagonista despierta con tres pelos más en la barbilla y unas tremendas ganas de mear esa orina oscura que se provoca por las pastillas.
    Si en este preciso momento te detuvieras a observar, tranquilamente, te darías cuenta de que esto que ha quedado sigue teniendo un poco del toque que tuvo en aquellos años en los que yo me esmeraba y, en los que, la vida, comenzaba a asomarse como lo que era, pero aún tenía esa especie de capucha irreal que tanto me había esmerado en crear y dibujar. 
    Mis ojos habían obtenido la vista que tanto me había costado diseñar para mi mismo. Una especie de escena teatral se había formado en mi entorno casi sin darme cuenta, era genial y era el único proyecto de vida que puedo nombrar meramente como tal, porque eso era y porque todo lo que ha venido después de ha quedado muy por debajo. A la hora de decir esto no me estoy refiriendo a que la felicidad había sido lograda por un mocoso de ocho años y mantenida hasta hace poco tiempo, sino, que todo aquello que se había cruzado en mi mente y valía la pena mantenerlo, había sido ejecutado y anexado a ese montón de recuerdos que, con el pasar de los días, se puede nombrar como vida. 
    Todo parecía correr de la mejor forma: cada día se moldeaba un pedazo de lo que hoy en día repercute como mi ser. Había mantenido una vida digna, llena de ideas, ideas sobre personas, ideas que se volvían hechos, actos y vivencias: las ideas eran el fruto y la base de mi infancia y pubertad. Las cosas pasaban y eran bienvenidas, las buenas, las malas y las stuff. La mayoría del tiempo parecía que estuviese flotando al lado de los más impensables seres, platicando con escritores que aún poco conocía y asegurando que, por ahora, no podía pedir más que no fuese lo mismo.
    Es siempre importante recalcar que esta habitación parece ser el más corriente cuarto mexicano que aloja a un idiota cualquiera pero antes, hace poco aún, no necesitaba de un sólo adorno o fotografía que reflejara la persona que lo habitaba. Un cuarto de cuatro por cuatro con dos puertas y un techo jodidamente blanco parecía ser la celda de un loco, un puberto jodido y loco que comenzaba a escribir jodidamente mal y que guardaba dibujos, historietas y falsos versos veraniegos, jodidamente malos, debajo de la cama. Ahora parece ser un poco más acogedor, con un poco de color, libros y palabras en las paredes porque, carajo, ya no tengo donde guardar tanto papel.
     Podría dejarme de estupideces y seguir viendo el reloj parpadear, pensar en su nombre, sus nombres y tratar de decirme por enésima vez que las olvide, pero no puedo, sencillamente no puedo, porque están aquí, en un vello de mi brazo o en una arruga de mi cara, en algún remoto lugar de mi cuerpo existe ese recuerdo y, mi mente, sólo guarda la fotografía de sus caras. 
    Así como el reloj despertador tiene siete días parpadeando, las esquinas de la recámara alojan una especie de polvo: partículas que se van desprendiendo de mi cuerpo al ser desechadas y quedan ahí como un rastro de lo ambiguo que es el ser humano y lo remoto de la evolución. Creo que aquello que sólo se ve al acercarse un poco más es lo que verdaderamente importa, al ser, minuciosamente hablando, los verdaderos rastros científicos de la persona, ya sabes: algún cabello suelto en el suelo, rastros de saliva en la almohada, marcas de semen en los calzones y, en mi caso, la marca de grasa que hay en la pared en aquellos lugares en los que he pegado la cama. Si siguieras estos rastros, estos verdaderos rastros de mi en este lugar podrías llegar a tener lo que más quieres, lo que más odias o, de jodido, un bonito recuerdo de lo que, por ahora, se puede decir de mi vida y mi descuidada higiene. 
    La intención de estas palabras no es la descripción detallada de mi habitación ni mucho menos, como ya habrás notado, sino, contar, tristemente, lo vacío que parece estar y lo interesante que se puede a llegar a tornar hablar sobre lo que habita, ha pasado y guarda un espacio como este, en donde los llantos aún resuenan y las risas poco han estallado, un lugar más parecido a un templo de ideas que a una sala de cine y claro, algunas escenas de sexo memorables guarda también, pero eso debería de estarlo borrando justo ahora, mejor no.
    

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