Angie siempre cierra el cajón antes de que llegue a acercarme, Lo hace con disimulo, mientras me sonríe y/o guiñe un ojo con una seducción tímida pero serena, certera. Sabe que me inquieta una curiosidad nata de ver qué es lo que se encuentra en ese cajón, debajo de su ropa interior, aquello que tantas veces he visto que mueve, observa y vuelve a guardar con recelo, dibujando en su rostro esa inocencia de puberta que aún lleva por dentro.
Desde los días de nuestro noviazgo en donde apenas nos aventurábamos a tener sexo en su recámara, recuerdo que todo detalle especial que ella llegaba a compartir conmigo, en mayoría, salía debajo del cajón de su ropa interior. Los movimientos con que ella actuaba aún siguen siendo los mismos, y eso, es una de las cosas que Angie ha mantenido tan presente desde entonces y una de las formas en las que más me seduce, cosa que no creo que sepa del todo.
Conozco, a paso exacto, todo el proceso que ella iba efectuando desde nuestra estancia hasta el cajón aquel, con cada movimiento a detalle y el efecto correspondiente que causaba en mi: primero, comenzaba con una serie de pasos cortos a través de la recámara, pasos muy refinados que parecían ser plasmados a pincel, cada uno siempre acompañado de un ligero balanceo de cadera casi imperceptible, mientras, su cabello, se esmeraba en adentrarse en un vaivén místico y tan suyo, haciendo de su peculiar caminar una danza de cortejo basado en su instinto y la irrealidad que viajaba desde su corazón hasta mis exaltadas pupilas. Entonces llegaba, girando su rostro a reacción hacia mi ubicación, siendo esto el clímax del acto en el que mi sangre se hervía y, bajo mis pantalones, estallaba el sufrimiento de esa dolorosa erección que ella ni siquiera imaginaba y la cual, yo tanto deseaba. Para estos momentos Angie ya había abierto el cajón, lo adornaba con stickers de una de sus amigas diseñadoras, la lesbiana del cabello largo y negro que, cada que podía, me lanzaba miradas de desprecio y desacuerdo homosexual.
Tras tener en sus manos el secreto a mostrar, Angie proseguía a mover sus labios hasta formar una sonrisa inocente y casi perversa y, entonces, cerraba el cajón con sus nalgas para, después, dirigirse hacia mi con una mirada baja y un semblante de rubor en sus mejillas. Cada que llegaba hasta la cama o el sillón en donde yo me regocijaba por el acto, me daba aquello que me quería mostrar, narrando alguna historia que acompañara al juguete, obsequio o papel que se tratara, siempre evitando verme a los ojos mientras se refugiaba en caricias que, delicadamente, iba trazando en mis manos hasta el pecho.
Otras veces he querido asomarme. Han sido varias ocasiones en que, mientras nos arreglamos juntos en la habitación, me he acercado con disimulo de querer alcanzar mi loción o el rastrillo, pero Angie se apresura a sacar sus bragas para que no lo logre. Sabe que quiero ver lo que hay y tal vez también asimila que ya conozco todo eso que esconde con inocencia pero que nunca cambia de lugar, más sin embargo, la cuestión es que nunca he llegado a espiar sin su presencia.
Las verdad es que conozco su vida como la de nadie más y puedo casi asegurar que las cosas que guarda y aún no he visto son cosas tontas, secretos que una mujer guarda por un cariño especial y que, tal vez, ahora poco importe el principal objetivo del objeto, pero el hecho es que no puedo evitar fantasear con todo eso que pueda estar ahí: las cartas de su primer amor, las fotografías de las lesbianas, el dildo amarillo que tanto menciona cuando está ebria. Es una incógnita todo eso y no puedo dejar de pensarlo, quién sabe, tal vez tenga algunos teléfonos o maneras de contactar a otros hombres ahí, otros güeyes que también amen conocer, cada que se la cogen, los secretos que Angie guarda en el cajón de su ropa interior.
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