Dejé de desearlo, dejé de aferrarme de eso que tanto quería y añoraba sentir. La verdad es que no siempre fue culpa de Mauricio, más bien, dejó de ser su culpa al momento que comencé a querer ser esa mujer optimista que jamás fui, ni seré. Total, este es el fin sin un comienzo detrás.
Tres veces pinté la habitación, siempre de azul, el tono de Mauricio, el color que disfrutaba pintar junto a mi después de cada jornada en la oficina. Maldito color, ahora no lo soporto. Azul es la habitación y azul también era el automóvil que nos impactó en aquella carretera rumbo al sur; Mau había bebido y se había empeñado en seguir de igual manera, yo, tenía dos meses de embarazo.
Si digo que dejó de ser culpa de Mauricio es porque deseaba tanto darle un hijo que me dejé llevar, sin importar que en el accidente sólo yo resultaba herida y, por ende, había perdido al bebé. No permití que eso me detuviera, Mau era mi vida y con vida quería pagarle, por lo cual volví a embarazarme de nuevo, sin miedo.
Lo perdí a los veinte días y, tras una depresión superada, tuve la esperanza y el valor de intentarlo una vez más, pero después de volver a fallar por tercera vez, él encontró a alguien que si podía darle un hijo y me lo hizo saber de la peor manera, justo el día que me dijeron que volvería a perder al niño, el mismo día que me fui y dejé un camino de líquido amiótico azul, el color que Mauricio anhelaba.
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