En días como hoy me refugio en recuerdos falsos que tengo en la cabeza, ideas que se engendran en los abismos de mi mente, escritos que se visualizan y se quedan para siempre y son, así mismo, oportunidades de escapar un poquito de la realidad.
Este día desperté en un coche en movimiento, no sabía que pasaba ya que se suponía despertaría a las cinco de la mañana con veinte para ir temprano a la facultad. Por el contrario —digo contrario porque en verdad era lo más alejado a lo que tenía pensado— me encontraba en el asiento tracero de un automóvil, recostado y sudoroso y con unas enormes ganas de preguntar qué pasaba y de vomitar a reacción. Al percatarme de que la velocidad del coche en el que viajaba iba a una velocidad tremenda, casi infame, me senté tratando de no perder el control y no vomitar como ya antes había querido. Parecía ser el apogeo de una tarde calurosa y dos sujetos se encontraban en la parte delantera del auto. Sabía quienes eran y sabía perfectamente qué era lo que pasaba, lo cual me hacía reconfortarme un poco y dejaba que el drama se quedara muy de lado.
Cuando Dean se dio cuenta de que había despertado soltó un grito de sorpresa e indicó a Sal que me había despertado, al parecer era buena noticia y, acto seguido, Sal me regaló uno de los últimos cigarrillos que quedaban. Al encender ese cigarrillo seguía en el plano del personaje secundario, el que jamás llegará a influenciar tanto como el legendario Dean Moriarty y tampoco redactará todas esas fabulosas vivencias como Kerouac, pero las visualizaciones de momentos como ese, en la carretera, me llenan de una enorme y gratificante tranquilidad.
El viaje siguió, entre innumerables sucesos y aventuras que leo y recreo, un indefinible y extraño placer.
El viaje siguió, entre innumerables sucesos y aventuras que leo y recreo, un indefinible y extraño placer.
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