La Ceci fumaba el faso que previamente había quitado de mis labios. Compartía fríamente una destartalada banca en el viejo barrio, con una joven putita argenta de lo más típico, con una mujer que todavía podía pasar por una pendeja de secundaria, hasta podría ser mi hija. Bocanada tras bocanada, La Ceci, soltaba de sus finos labios, en un trayecto que surcaba su frente y luego, su aliento: caliente aún por el faso. En mis manos fluía ya un sudor de nervios, una reacción ante tal circunstancia, no es por ser una prostituta, pero esta putita tenía encanto. Preguntó mi nombre mientras dejaba caer la ceniza con un cierto toque natural, con una autonomía hacia el comentario, y después, con una sonrisa desnuda, me invito a pasear y largarnos de ahí, de su barrio.
La dejé en la calle en la que solía trabajar cada día desde hace ya seis años, o eso me dijo aquella noche, y me retiré pensando en las cosas que me dijo, en las cosas que ella soñaba: Un departamentito limpio en el que, pudiera vivir con el hijo que su madre le arrebato. La Ceci se despidió de mi con un beso en la mejilla y un fuerte apretón de manos, asegurándome que me visitaría para tomar un café. Tal vez, no sea mala idea.
Leonardo Barajas.
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