Mostrando entradas con la etiqueta Contraste de luminosidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Contraste de luminosidad. Mostrar todas las entradas

jueves, 23 de octubre de 2014

Total interferencia

    Después de algunos minutos, he podido quitar mi vista de esa patética imagen en la que mis sucios calcetines ocupaban el panorama de toda mi atención vespertina. Me ha asaltado la indiferencia en un momento crucial del día y mi reacción accedió como un despojo de responsabilidades a diestra y siniestra: ese escape fácil fue no intervenir y situarme en posición fetal bajo el yugo de la mañana y la suave lluvia que aún se podía escuchar. Ahora es tarde y no ha cambiado mucho la vista, mantengo la habitación con una tenue penumbra en la que apenas alcanzo a distinguir la luz del medio día y los habituales ruidos de los coches pasando y los perros que ladran llegan como alarma por entre las cortinas. Estoy aquí cuando debería estar en otra parte, con otro porte, con los dedos secos sobre mi teclado y tragos secuenciales de café negro y agua para variar. Tal vez alguna sonrisa estúpida disimulada para alguna persona y, sobre todo, una energía absurda que me mantenga al pie de la letra en un cinismo occidental tolerable. Qué poca vergüenza tienen los hombres desolados.
    Hay un montón de pequeñas pedazos de basura aferrándose aún mis calcetines a estas alturas del día. Un bonche de suciedad en la que puedo expresar mi opinión hacia el mundo con tan sólo guiñar el ojo izquierdo, esto a la par en que bebo el tercer vaso de agua en lo que llevo despierto y pienso un poco en la última vez que vi la silueta de su cuerpo contrastándose con la luz de la ventana. Todas estas cosas vienen a mi mente basada en lo más reciente de mi haber, en un resultado de la propia subjetividad que dan los días y no es más que el racimo de conjeturas en las que me puedo expresar más allá de lo esencial. Creo en la simpleza destructiva de las mañanas, esa que no se anda con rodeos y aniquila en el momento exacto; sin embargo, es eso mismo lo que ahora me contrae precisamente esas imágenes en las que el pensamiento se ha quedado paralizado y los actos son la afirmación de lo básico. Ahora por ejemplo, tengo su parda espalda frente a mis ojos y lo ridículo de mi atuendo se compensa al despojar mi ineptitud elemental frente a otro cuerpo. El movimiento es calculador y de pronto el objetivo no pensado ya se ha añadido a mí.  Sigue siendo tarde para poder emprender algunas actividades que hubiesen sido mejor para realizarlas temprano y no tengo arrepentimiento alguno de desperdiciar mi tiempo, pero por otro lado, tengo la vista de la nula preocupación, aunado a un centenar de lazos que unir en esa espalda y una mañana que perdura aunque afuera ya casi se oculte el sol. 

miércoles, 16 de julio de 2014

Canícula

    Ya es miércoles y seguramente no te importe. 
    Poco a poco se avecina la canícula en la ciudad. Sale el sol, el bochorno me va atrapando mientras llego siempre a la hora exacta al trabajo y, mientras paso de largo por tu lugar, me detengo un instante para observarte y saber que todavía sigues ahí. Y lo estás: me voy yendo.
    Las semanas se me van escapando de las manos mientras mi memoria va registrando las pulsaciones, los guiños, el acto al pie de la letra de lo que voy presenciando y todo parece estar bien, el falso equilibrio se mantiene y lo demás siempre es parte de lo mismo. Me lo digo ahora, a media noche, cuando pienso en aquello y en nada, en el júbilo momentáneo de sentarme aquí, bajo el yugo vaivén del ventilador y el roce de mis dedos palpándome el rostro. 
    Hay brevedad y estancamiento inútil, necesidad del reproche diario y el nulo control a la amalgama de inseguridades que voy recreando en mi pensamiento, cada que te observo y sigo caminando. Y sé que estás ahí, me estás viendo y, sin embargo, sucedes. Viene la canícula y para entonces esperaré, transformando el bochorno en un calor indispensable, poco a poco, entre instantes.
    Y he dicho, ya es miércoles y lo mejor sería que siga sin importarnos un carajo. 

martes, 11 de febrero de 2014

Nota en la esquina de la agenda II

    «¿De quién es la culpa si no es de los lunes?». Una pregunta tonta que aparece de la nada, hoy, en un lunes más del año en curso y un dolor de cabeza que me despierta para hacerme pensar el porqué de dicho dolor. Podría haber sido el alcohol, pero ayer no hubo alcohol, podría haber sido el dormir de más pero ahora eso no me hace sentir culpable de nada, en lo absoluto, y si ese fuera el motivo, lo acepto y me siento culpable de un placer necesario. 
    ¿Placer necesario? Un tema que bien se puede ir abriendo ampliamente dependiendo de los gustos subjetivos de cada persona y que, en este momento, poco me interesa saber. Sin embargo, los días van pasando y el pensamiento de necesidad aparece y desaparece como un recuerdo o un capricho que controla el subconsciente, yendo y viniendo entre ocasiones rutinarias del miércoles cualquiera hasta el instante exacto en que estás teniendo un orgasmo: sorpresa y, ¡carajo!. Anyway, que para gustos se rompen géneros y para los géneros si que se rompen los gustos, y no pasa nada, sólo esa masa de gente con placeres rutinarios y semi repentinos en donde el pasar del tiempo juega el rol de sentirse vivo o, al menos, con cosas importantes qué hacer. 
    La culpa entonces queda a merced del mejor postor, del yo, del nosotros, del mundo entero que se está enculando a sí mismo, como la ley de la vida en donde el flujo existencial tiene que hacer precisamente eso: fluir para seguir adelante, mientras haya un culo más que encular y sentirse vivo, en una soledad interna espectral, producto de un modelo en común: padre solitario, un dios solitario para alejarlos a todos. 
    Los lunes no tienen la culpa de todas tus mamadas. 
    

lunes, 13 de febrero de 2012

Contraste de luminosidad


Rocío ama el corto vello púbico de Everardo. Lo supo desde la segunda vez que lo vio desnudo. En aquella ocasión habían optado por estar juntos todo el día, en uno de los tantos jueves en los que sus padres acudían a terapia de pareja, a las afueras de la ciudad.
    Lo habían planeado bien, desde dos semanas antes la idea los había consumido poco a poco, minuto a minuto, con una ansiedad tremenda digna de típicos jóvenes adolescentes de toda la vida. Rocío pasó esas dos semanas fantaseando con el cuerpo desnudo de Everardo, contrastante a esas cuatro paredes llenas de anotaciones, dibujos y fotos que, en conjunto, formaban el pequeño pedazo de mundo del que podía afirmar, era la legitima dueña, y, por qué no, también de ese pálido y lánguido cuerpo varonil, a pesar de lo efímero que pudieran ser los momentos.
    Cuando el momento entonces llegó, Rocío optó por ser ella la que se desnudara primero, sintiendo correr las gotas del frío sudor (hijo de los nervios) por cada poro de su piel morena, desde el comienzo de su espalda hasta llegar a punto en el que sus nalgas se erguían ante la brevedad del suceso. Sentía que su excitación aumentaba rápidamente y la idea de pensar en una erección instantánea de Everardo la sumía en un mar profundo de éxtasis, de colores tenues que se apoderaban de su pupila: su amado se aproximaría a olerla, tocarla y penetrarla de un sólo jalón. 
    Rocío sentía que su cuerpo en sí no era muy bonito, pero el hecho de desnudarse lentamente para el chico era un rito que había comenzado a realizar, sin darse cuenta del por qué. Fantaseaba y deslizaba sus ropas pacientemente, mientras Everardo la seguía con su mirada, sediento y distante del entorno que los ocupaba, hambriento y presente en la ocupación del entorno. 
    La noche era bella y brindaba tranquilidad, esto hacía que el confort se sentara en su sien, dándole fuerzas para aproximarse hasta donde Everardo yacía sentado, esperándola, deseoso por sentir su piel quemando la palma de sus manos, ansioso por sentir la fricción que produce el choque de pieles. 
    La luna aluzaba la piel de la chica, iluminando suavemente el contorno de sus caderas en un suceso casi angelical, del que, entonces, Everardo sentía ser testigo de un hecho casi religioso. Se acercaba meneando sus atributos de la manera más natural, tenaz y decidida hacia el individuo aquel que comenzaba a desvestirse frente a ella, tímido, estúpido e impaciente.
    Rocío ama el corto vello púbico de Everardo. Lo supo desde el momento aquel en el que vio su desnudez en todo su esplendor. La piel lechosa del muchacho la llevaba a querer morder toda esa ingenua piel virginal, una piel hermosa que ahora era sólo suya, en el contraste de luminosidad.