Rocío ama el corto vello púbico de Everardo. Lo supo desde la
segunda vez que lo vio desnudo. En aquella ocasión habían optado por estar
juntos todo el día, en uno de los tantos jueves en los que sus padres acudían a
terapia de pareja, a las afueras de la ciudad.
Lo habían planeado bien, desde dos semanas
antes la idea los había consumido poco a poco, minuto a minuto, con una
ansiedad tremenda digna de típicos jóvenes adolescentes de toda la vida. Rocío
pasó esas dos semanas fantaseando con el cuerpo desnudo de Everardo,
contrastante a esas cuatro paredes llenas de anotaciones, dibujos y fotos que,
en conjunto, formaban el pequeño pedazo de mundo del que podía afirmar, era la
legitima dueña, y, por qué no, también de ese pálido y lánguido cuerpo varonil,
a pesar de lo efímero que pudieran ser los momentos.
Cuando el momento entonces llegó, Rocío optó por ser
ella la que se desnudara primero, sintiendo correr las gotas del frío sudor (hijo
de los nervios) por cada poro de su piel morena, desde el comienzo de su
espalda hasta llegar a punto en el que sus nalgas se erguían ante la brevedad
del suceso. Sentía que su excitación aumentaba rápidamente y la idea de pensar
en una erección instantánea de Everardo la sumía en un mar profundo de
éxtasis, de colores tenues que se apoderaban de su pupila: su amado se
aproximaría a olerla, tocarla y penetrarla de un sólo jalón.
Rocío sentía que su cuerpo en sí no era muy
bonito, pero el hecho de desnudarse lentamente para el chico era un rito que
había comenzado a realizar, sin darse cuenta del por qué. Fantaseaba y
deslizaba sus ropas pacientemente, mientras Everardo la seguía con su mirada,
sediento y distante del entorno que los ocupaba, hambriento y presente en la
ocupación del entorno.
La noche era bella y brindaba tranquilidad,
esto hacía que el confort se sentara en su sien, dándole fuerzas para
aproximarse hasta donde Everardo yacía sentado, esperándola, deseoso por sentir
su piel quemando la palma de sus manos, ansioso por sentir la fricción que
produce el choque de pieles.
La luna aluzaba la piel de la chica, iluminando
suavemente el contorno de sus caderas en un suceso casi angelical, del que, entonces,
Everardo sentía ser testigo de un hecho casi religioso. Se acercaba meneando
sus atributos de la manera más natural, tenaz y decidida hacia el individuo
aquel que comenzaba a desvestirse frente a ella, tímido, estúpido e impaciente.
Rocío ama el corto vello púbico de Everardo. Lo
supo desde el momento aquel en el que vio su desnudez en todo su esplendor. La
piel lechosa del muchacho la llevaba a querer morder toda esa ingenua piel
virginal, una piel hermosa que ahora era sólo suya, en el contraste de
luminosidad.
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