lunes, 13 de febrero de 2012

Contraste de luminosidad


Rocío ama el corto vello púbico de Everardo. Lo supo desde la segunda vez que lo vio desnudo. En aquella ocasión habían optado por estar juntos todo el día, en uno de los tantos jueves en los que sus padres acudían a terapia de pareja, a las afueras de la ciudad.
    Lo habían planeado bien, desde dos semanas antes la idea los había consumido poco a poco, minuto a minuto, con una ansiedad tremenda digna de típicos jóvenes adolescentes de toda la vida. Rocío pasó esas dos semanas fantaseando con el cuerpo desnudo de Everardo, contrastante a esas cuatro paredes llenas de anotaciones, dibujos y fotos que, en conjunto, formaban el pequeño pedazo de mundo del que podía afirmar, era la legitima dueña, y, por qué no, también de ese pálido y lánguido cuerpo varonil, a pesar de lo efímero que pudieran ser los momentos.
    Cuando el momento entonces llegó, Rocío optó por ser ella la que se desnudara primero, sintiendo correr las gotas del frío sudor (hijo de los nervios) por cada poro de su piel morena, desde el comienzo de su espalda hasta llegar a punto en el que sus nalgas se erguían ante la brevedad del suceso. Sentía que su excitación aumentaba rápidamente y la idea de pensar en una erección instantánea de Everardo la sumía en un mar profundo de éxtasis, de colores tenues que se apoderaban de su pupila: su amado se aproximaría a olerla, tocarla y penetrarla de un sólo jalón. 
    Rocío sentía que su cuerpo en sí no era muy bonito, pero el hecho de desnudarse lentamente para el chico era un rito que había comenzado a realizar, sin darse cuenta del por qué. Fantaseaba y deslizaba sus ropas pacientemente, mientras Everardo la seguía con su mirada, sediento y distante del entorno que los ocupaba, hambriento y presente en la ocupación del entorno. 
    La noche era bella y brindaba tranquilidad, esto hacía que el confort se sentara en su sien, dándole fuerzas para aproximarse hasta donde Everardo yacía sentado, esperándola, deseoso por sentir su piel quemando la palma de sus manos, ansioso por sentir la fricción que produce el choque de pieles. 
    La luna aluzaba la piel de la chica, iluminando suavemente el contorno de sus caderas en un suceso casi angelical, del que, entonces, Everardo sentía ser testigo de un hecho casi religioso. Se acercaba meneando sus atributos de la manera más natural, tenaz y decidida hacia el individuo aquel que comenzaba a desvestirse frente a ella, tímido, estúpido e impaciente.
    Rocío ama el corto vello púbico de Everardo. Lo supo desde el momento aquel en el que vio su desnudez en todo su esplendor. La piel lechosa del muchacho la llevaba a querer morder toda esa ingenua piel virginal, una piel hermosa que ahora era sólo suya, en el contraste de luminosidad.

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