Después de algunos minutos, he podido
quitar mi vista de esa patética imagen en la que mis sucios calcetines ocupaban
el panorama de toda mi atención vespertina. Me ha asaltado la indiferencia en
un momento crucial del día y mi reacción accedió como un despojo de responsabilidades
a diestra y siniestra: ese escape fácil fue no intervenir y situarme en
posición fetal bajo el yugo de la mañana y la suave lluvia que aún se podía
escuchar. Ahora es tarde y no ha cambiado mucho la vista, mantengo la
habitación con una tenue penumbra en la que apenas alcanzo a distinguir la luz
del medio día y los habituales ruidos de los coches pasando y los perros que ladran
llegan como alarma por entre las cortinas. Estoy aquí cuando debería estar en
otra parte, con otro porte, con los dedos secos sobre mi teclado y tragos
secuenciales de café negro y agua para variar. Tal vez alguna sonrisa estúpida
disimulada para alguna persona y, sobre todo, una energía absurda que me
mantenga al pie de la letra en un cinismo occidental tolerable. Qué poca vergüenza
tienen los hombres desolados.
Hay
un montón de pequeñas pedazos de basura aferrándose aún mis calcetines a estas
alturas del día. Un bonche de suciedad en la que puedo expresar mi opinión
hacia el mundo con tan sólo guiñar el ojo izquierdo, esto a la par en que bebo
el tercer vaso de agua en lo que llevo despierto y pienso un poco en la última
vez que vi la silueta de su cuerpo contrastándose con la luz de la ventana. Todas
estas cosas vienen a mi mente basada en lo más reciente de mi haber, en un
resultado de la propia subjetividad que dan los días y no es más que el racimo
de conjeturas en las que me puedo expresar más allá de lo esencial. Creo en la
simpleza destructiva de las mañanas, esa que no se anda con rodeos y aniquila
en el momento exacto; sin embargo, es eso mismo lo que ahora me contrae
precisamente esas imágenes en las que el pensamiento se ha quedado paralizado y
los actos son la afirmación de lo básico. Ahora por ejemplo, tengo su parda espalda
frente a mis ojos y lo ridículo de mi atuendo se compensa al despojar mi
ineptitud elemental frente a otro cuerpo. El movimiento es calculador y de
pronto el objetivo no pensado ya se ha añadido a mí. Sigue siendo tarde para poder emprender
algunas actividades que hubiesen sido mejor para realizarlas temprano y no tengo
arrepentimiento alguno de desperdiciar mi tiempo, pero por otro lado, tengo la vista
de la nula preocupación, aunado a un centenar de lazos que unir en esa espalda
y una mañana que perdura aunque afuera ya casi se oculte el sol.
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