Hay una presencia inminente del invierno
afuera y aquí adentro me refugio en un disco de Charly Parker para pasar la
velada. Pasan de las nueve de la noche y, por ahora, ante la ausencia de alguna
bebida caliente o algún aguardiente, me remito al empalagoso sabor de un jugo
de uva, que tiñe mis labios en un tono oscuro que se extiende hasta los
comienzos de mi barbilla. Habría de precisar que en estos momentos las descripciones
pueden alargarse más de lo necesario, como cada segundo en el que diciembre se
expande a merced de sus noches eternas y sus días llenos de vacío infame: tiempo
de incertidumbre.
Cada medio minuto el tejado persiste en un
llanto de crujidos a la par de que Parker, a quien poco le interesa el
exterior, comienza a tocar con torpe sutileza la Summertime —en la que poco puedo disimular
la sorpresa del acto—: aislante al viento del norte, la melodía da
calor a la habitación. Es la oportunidad de dirigir una amplia sonrisa a mi
imagen y semejanza, al personaje diminuto que veo por encima de mi nariz en una
suposición a escala dentro de mi propia recámara, el pequeño ejemplo en el que
deposito la vaga idea de lo que visualiza ese ente indeciso que se ha ausentado
desde el comienzo de mis días.
Tendría que pasar mi muñeca de nuevo sobre
mis labios, apretar con una suave fricción el roce de mi piel con el tono
purpura que me pinta y, continuar, en el tranquilo lapso de hito en hito en
donde me encuentro sin sentir si quiera el frío decembrino. No pasan los
minutos en vano y, mientras la muchedumbre aún deambula en las compras de
última hora, aún puedo entrecerrar los ojos y silenciar las paredes y al
viento, al jazz y al ruido humano que se encuentra dentro de mí, amortiguando
el mismo refugio que apenas si he creado a un escape al escape. Y es de noche,
y lo sé. No podría ser otro momento del día el que me brindara tan sutil
quietud y tuviese tiempo para afirmarlo.
Es un día antes de noche buena y no hay
mucho que comentar al respecto. El sigilo de los días subraya la corta
espontaneidad que he labrado en los últimos meses y es importante señalar que
el invierno se ha planeado a base de ausencia. Y qué es la ausencia sino la
privación de las tangentes, la separación propia de lugares o personas, un
tiempo inexacto lleno de deformidades y noches largas con jugo de uva y sin
alcohol, un escape intrapersonal que me aísla hacia mi propia persona. “No man is an island”, se escucha
susurrar al viento por entre la ventana y nada de lo que ocurriera a
continuación podría hacerme cambiar de opinión.
Hay de nuevo un estruendo tremendo en el que las botellas de la reunión
del sábado comienzan a bailotear por el viento en la terraza y, abro los ojos:
disimulando a la mismísima ausencia el encantamiento inútil de presenciarme en
desdicha de ideas banales. Un viento, un ruido, un vacío en el que me idolatro
y el acto no es más que un resumen en miradas gachas hacia el suelo.
Media noche y Parker parece
empezar a notar el frío que se ha apoderado ya de la ciudad. Ha terminado con
un cierre estupendo y me da la espalda, respirando y recuperando ese aliento
breve después de su salida. No espera un comentario, sabe que no es necesario y
se limita a observar el júbilo que otorgo en silencio; es también mi indicador
para alistar mis cosas, dirigirme esta noche de viaje al 113: el rumbo perdido
en donde he dejado todos esos pendientes que me mantienen apegado a una mínima
pizca de euforia inverosímil. Habría de precisar que en estos momentos las descripciones
pueden acortarse más de lo necesario, como cada segundo en el que diciembre se reduce
a merced de sus noches eternas y sus días llenos de vacío infame: tiempo a fin
de cuentas.