miércoles, 24 de diciembre de 2014

Viaje al 113

    Hay una presencia inminente del invierno afuera y aquí adentro me refugio en un disco de Charly Parker para pasar la velada. Pasan de las nueve de la noche y, por ahora, ante la ausencia de alguna bebida caliente o algún aguardiente, me remito al empalagoso sabor de un jugo de uva, que tiñe mis labios en un tono oscuro que se extiende hasta los comienzos de mi barbilla. Habría de precisar que en estos momentos las descripciones pueden alargarse más de lo necesario, como cada segundo en el que diciembre se expande a merced de sus noches eternas y sus días llenos de vacío infame: tiempo de incertidumbre.
    Cada medio minuto el tejado persiste en un llanto de crujidos a la par de que Parker, a quien poco le interesa el exterior, comienza a tocar con torpe sutileza la Summertime en la que poco puedo disimular la sorpresa del acto: aislante al viento del norte, la melodía da calor a la habitación. Es la oportunidad de dirigir una amplia sonrisa a mi imagen y semejanza, al personaje diminuto que veo por encima de mi nariz en una suposición a escala dentro de mi propia recámara, el pequeño ejemplo en el que deposito la vaga idea de lo que visualiza ese ente indeciso que se ha ausentado desde el comienzo de mis días.
    Tendría que pasar mi muñeca de nuevo sobre mis labios, apretar con una suave fricción el roce de mi piel con el tono purpura que me pinta y, continuar, en el tranquilo lapso de hito en hito en donde me encuentro sin sentir si quiera el frío decembrino. No pasan los minutos en vano y, mientras la muchedumbre aún deambula en las compras de última hora, aún puedo entrecerrar los ojos y silenciar las paredes y al viento, al jazz y al ruido humano que se encuentra dentro de mí, amortiguando el mismo refugio que apenas si he creado a un escape al escape. Y es de noche, y lo sé. No podría ser otro momento del día el que me brindara tan sutil quietud y tuviese tiempo para afirmarlo.
    Es un día antes de noche buena y no hay mucho que comentar al respecto. El sigilo de los días subraya la corta espontaneidad que he labrado en los últimos meses y es importante señalar que el invierno se ha planeado a base de ausencia. Y qué es la ausencia sino la privación de las tangentes, la separación propia de lugares o personas, un tiempo inexacto lleno de deformidades y noches largas con jugo de uva y sin alcohol, un escape intrapersonal que me aísla hacia mi propia persona. “No man is an island”, se escucha susurrar al viento por entre la ventana y nada de lo que ocurriera a continuación podría hacerme cambiar de opinión.  Hay de nuevo un estruendo tremendo en el que las botellas de la reunión del sábado comienzan a bailotear por el viento en la terraza y, abro los ojos: disimulando a la mismísima ausencia el encantamiento inútil de presenciarme en desdicha de ideas banales. Un viento, un ruido, un vacío en el que me idolatro y el acto no es más que un resumen en miradas gachas hacia el suelo.
    Media noche y Parker parece empezar a notar el frío que se ha apoderado ya de la ciudad. Ha terminado con un cierre estupendo y me da la espalda, respirando y recuperando ese aliento breve después de su salida. No espera un comentario, sabe que no es necesario y se limita a observar el júbilo que otorgo en silencio; es también mi indicador para alistar mis cosas, dirigirme esta noche de viaje al 113: el rumbo perdido en donde he dejado todos esos pendientes que me mantienen apegado a una mínima pizca de euforia inverosímil. Habría de precisar que en estos momentos las descripciones pueden acortarse más de lo necesario, como cada segundo en el que diciembre se reduce a merced de sus noches eternas y sus días llenos de vacío infame: tiempo a fin de cuentas.

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