Hubo un momento en el que después de haber
bebido unas cuantas cervezas en el hotel decidimos salir a algún bar. Creo que
no habíamos decidido ir a algún bar sino a uno en especial y eso era lo
divertido del asunto. La ciudad nos había recibido con un bonito día nublado
que se tornaba en una tarde lluviosa y no fue impedimento para empezar a beber,
eso lo recuerdo. Era gracioso que se detuvieran a comprar cerveza a las
alturas de la Alameda a plenas cuatro de la tarde, y no sólo decir cerveza,
tenían que ser dos cartones para encaminarnos de nuevo hasta la habitación del
Virreyes.
Era viernes y había una de las primeras
manifestaciones, si mal no recuerdo, por lo de Ayotzinapa. Nos dirigíamos rumbo
al hotel y la lluvia repentina del DF nos impactó corriendo con botellas de
vidrio llenas de cerveza por todo Artículo 123 hacia el Eje: pinches pendejos. No había para
más, el momento era ese y en cuanto a alternativas sólo había una y era seguir.
Creo que paramos varias veces y aseguré mi camino sólo parando para voltear a
verte, a asegurarme que estuvieras lo suficientemente cerca de nosotros como para
que todo estuviese igual y pudiésemos continuar con el día.
La siguiente escena es después de la
llegada a la habitación: Entramos y empezamos
desprendernos de nuestras ropas. Entro en acción buscando el mejor lugar
para la cerveza y amoldando el bote de la basura con una bolsa nueva para convertirlo
en hielera, noto el panorama en el que, con los lentes mojados, observo la
vista de tenerlos ahí frente a mí, húmedos y expectantes de una tranquilidad a
la cual ya hemos entrado y la cual me preparaba a brindarles. La tarde parecía
ser otra más de esas conocidas rutinas capitalinas en las que me encuentro en
algún lugar alto y la lluvia se presenta fuera de si por un tiempo prolongado. Había
pláticas al azar y un carisma de enajenación con pizcas de buena percepción de
ambiente, un comienzo en el que nos precipitábamos a pasarla aparentemente bien
y donde expandíamos la tarde amena.
Más tarde la noche nos alcanzaba y la
tranquilidad y el silencio de la recámara era ya monótono. Había que salir a
las calles, pisotear charcos y amargar un poco el buen sabor de boca con un
poco de tabaco, era momento de recorrer el centro. Poco tardamos en llegar al
bar en cuestión, estaba decidido que nos encontraríamos ahí y que, sin importar
los prejuicios pendejos, bailaríamos por algunas horas en la noche y así fue.
Hubo un momento en el que después de haber bebido unas cuántas cervezas
decidimos seguir en el baile, de un lugar a otro y con una cartera todavía
llena, encontrándonos con apretones de nalgas y algunos fajes inesperados con
el alcohol como la excusa. Y la noche.
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