martes, 9 de diciembre de 2014

El venadito

    Tengo dos horas esperando tomar una decisión y contando.
    Habría de encontrarme yendo una vez más de nuevo hasta su casa tomando el transporte o lentamente a pie y no es así. Me he detenido en seco, en medio de un semáforo que aún marcaba el verde y una orquestra de claxons maldiciéndome a compás, boquiabierto por un flash venidero de las recónditas y torpes ideas que he estado trayendo. Supe al instante, entre el tráfico que llega al caer la tarde y el sonido del motor de mi auto, que tenía que parar.
    Opté por aparcar mi coche en un supermercado y seguir a pie. Había sido hasta el momento la mejor decisión para poder despejar mi mente ante el denso bullicio citadino y, ni así, he podido relajar mis pensamientos y enfrascarme en la simple contemplación de un o un no.  Y es que me he quedado así, aquí de pie: a escasos cuarenta metros de donde he estacionado mi vehículo y con las monedas del pasaje en la mano, con un sudor que huele a metal barato de pesos mexicanos y un asco que no me deja dar el siguiente paso. Esa es mi excusa a la excusa de no saber qué hacer después de lo primero. Según yo tengo dos horas, puede ser que me esté mintiendo y ya nada me sorprende.
    Me veo ahí, bajando del camión y caminando apresurado hasta la puerta de su trabajo sin una sola palabra que dirigirle y, sin embargo, es esa la primera opción. Por otro lado, veo la posibilidad de caminar desde aquí, llegar y no encontrarle y hacerme a la idea de que no ha sido el día indicado para buscarle. Es simple, juro que en las escenas de mi cabeza se observa todo tan sencillo y sin sobresaltos. Aunque sigo aquí, estorbando en la acera de una esquina a los transeúntes que me impactan con sus pequeños y morenos cuerpos: yendo y viniendo en las recreaciones de mi mente con estas dos opciones al tiempo en el que, el mismo tiempo, me mantiene en confort del desasosiego digno de Pessoa.
    Dos horas esperando, esperando una desgracia o tragicomedia sin ganas de provocarla; quieto y sin apuros, como un pobre venadito que habitó en la serranía.



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