I
He despertado tras escuchar el ruido que
ocasionan los vecinos ya entrada la mañana. Parece ser que el mundo exterior ha
entrado en operaciones mientras nosotros, enajenados de la situación aparente,
nos encontramos aún bajo un montón de cobijas. Los rayos del sol logran colarse
por entre el tenue tono de las cortinas, alcanzando a llegar base a breves
estirones hasta los principios de mi cara. Apenas reacciono y te observo
dormida, acurrucada todavía con la posición en la que quedaste anoche, mientras
me pedías que bajara el volumen del televisor y me hablabas de lo que podríamos
hacer al siguiente día. Noto una respiración intranquila, en cuanto quedo en
silencio y enfoco mi vista hacia tus movimientos me hago a la idea de que no
tardarás en despertar. Después, en el tiempo en el que logro encender el
televisor tras estirar mi cuerpo cuidadosamente para no despertarte, opto por
dirigirme hacia el baño usando el par de pantuflas que has comprado el día de
ayer, recuerdo que las necesito al instante en que recreo esa extraña sensación
que se presenta al pisar el suelo helado de tu casa y concuerdo en que has
hecho bien en comprarlas. El cuarto de baño me encierra y me aísla de ti a escasos
dos metros de distancia, dándome a entender una vez más ese feeling de irme y
saber que nunca hemos estado juntos del todo. Sin embargo, luego de haber
cepillado mis dientes y regresar hasta la sala de la casa, te he vuelto a ver
allí, sin una mínima pizca de conciencia que oscile en el panorama. Parece ser
que son ya las diez de la mañana y es lo único que me parece importar en el
momento, aunado a la sencilla necesidad de acercarme a tu cuerpo y tomar uno de
tus senos por entre mis manos. El ambiente parece ser acogedor mientras vuelvo
a notar el pasar de los transeúntes retrasados hacia la labor, me desligo al
momento y regreso al suave tacto de tu cuerpo a la par del calor y los
movimientos que empiezas a dar a reacción. Encuentro el control remoto bajo mis
piernas y cambio el canal hasta encontrar el de las absurdas noticias que no
tienen qué ver con nada en el mundo.
II
Esta es una de las últimas vistas que tengo
del parque y es asquerosa. No es necesario voltear a ver a más de cuatro metros
para darme cuenta de que la gente puerca habita en cualquier lugar y ahora poco
importa, aunque, tras notar el paso de más de dos ardillas me hace arrepentirme
un poco de lo recién dicho. En esta vista del parque nos encontramos
atravesándolo rumbo a la parada del transporte, con ese camino recurrente que
hacemos para dirigirnos hacia las típicas calles del centro y hablamos de tus
estudios y de la poca ambición que presento hacia el territorio laboral. Te
escucho palabra tras palabra, como de costumbre, repasando esa lista de frases
que vas acomodando en el momento en el que recalco la imagen de tu rostro
observándome para notar mis reacciones: una plática amena y un camino lleno de
basura y perros amaestrados. Habría de imaginar lo que pasaría después de eso,
el bochorno que traería manejar ese ocio insistente en una quietud que nunca me
ha dado nada más que reproches, podría haberlo intuido y, en todo caso, mi
intuición jamás ha sido un buen presagio. El momento entre un frío todavía
húmedo, un mediodía de fiestas decembrinas y el paisaje de un parque lleno de
basura y vagabundos poco podría importar el día de mañana, y tal vez, me
precipito a pensar en un quiebre cuando en el justo momento en que mi pesimista
manera de pensar elige siempre lo peor ante cualquier circunstancia. Repito y
me vuelvo, esta es una de las últimas vistas que tengo y para este momento ya
nos encontramos bajando del microbús. ¿Cómo decirte toda esta especie de
recapitulación? ¿Sería necesario sentarnos en una banca y hablarlo? ¿Podría
funcionar mientras entramos a alguna librería o mientras te invito algún café? Es
una tontería y ninguna es todas las disculpas. Bastaría tal vez con alejar mi
vista del bullicio del que acabamos de salir mientras observamos sentados y
tomados de la mano, escuchando la melancolía del organillero mezclada con las
voces que chocan y nos embarran de desdicha. Es fácil imaginarlo y es bastante
torpe el recrearlo, y mientras tanto te hablo de lo bien que la hemos pasado y
algunos datos sinsentido de los cuales estamos totalmente acostumbrados. Poco a
poco el sol va cayendo y nos hemos alejado con el del centro de la ciudad. Una
vez más llegamos a una de esas zonas populares de la ciudad con gente pomposa y
circulamos por entre los altos árboles y el ambiente abrazador de diciembre.
Toco tu cabello a cada momento y es ahora ya en el café donde nos encontramos
frente a frente, en un duelo de silencios y ojeras remarcadas que nos alejan
cada vez más del acuerdo. No puedo evitar sonreír con esta brusca mueca, lo
hago por educación y por la familia de la mesa de a lado que se abraza y se ríe
por la alegoría de reencontrarse. Yo, por otro lado, bajo la mirada y saco mi
cuaderno de bolsillo para leer algunos puntos que tengo que decirte y te noto
con la vista perdida hacia la calle. Regresas y a veces me sonríes también, sin
importarte del todo mí anuncio de tres carraspeadas de garganta y un silencio
más que se transforma en ridículos tragos al café cada vez más inoportunos. Estamos
ya fuera del lugar y fuera de las intenciones, ya dentro de tu casa y con esa
sensación que viene cuando sé que no tengo qué ver con nada de todo esto.
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