Cierto tipo de personas
piensa que uno puede llegar a ser un romántico empedernido por hacer docenas de
cosas por una mujer, y digo personas porque muchas mujeres también lo aseguran,
afirmando y casi dirigiendo miradas de desprecio cuando saben de algún ridículo
nuevo más en mi haber. Puede ser entendible, y vaya que lo asimilo, dado que
tengo también mis momentos de amargado pero, como mal romántico que me siento y
me creo, acepto que no soy de ese tipo de hombres que se entusiasman por
compartir y observar un atardecer.
A decir verdad, el hecho
es que siempre se me olvida apreciarlos en pleno acto. Ya sea que esté con
alguien tirando en el césped, sentado en la terraza de casa de mis padres, en
la calle o a través de la ventana, siempre al momento justo del declive solar
me distraigo sin razón. No quiero escribir sobre las ideas en mi cabeza, de las
preocupaciones que me circunden y que al parecer nada me afectan, ni de la
ansiedad que se me presenta al momento de las declaraciones de amor pero,
sencillamente, las puestas de sol siempre se me van de la mirada.
En aquella ocasión me
encontraba junto a Beatriz en el departamento que compartíamos desde hacía tres
meses. El calor de la ciudad se ocupaba del más remoto lugar para hacer brotar
el sudor de cada cuerpo, presionando y orillando a la población a beber tragos
y tragos del primer líquido a la vista. Afortunadamente, Bety y yo habíamos
guardado al menos una docena de cervezas de nuestro fin de semana anterior, ya
que entre los invitados de la fiesta el gusto por las de bebidas preparadas con
licor estaba en una moda de onda veinteañera, cosa que Bety y yo agradecíamos
por tener mayor cantidad de cervezas para los dos.
Beatriz era de esas
singulares chicas que prefieren una cerveza fría antes de una bebida coctel o
licor a las rocas, lo cual hacía que mi atracción hacia ella fuera casi
desbordante. Podíamos beber litros de cerveza hablando de ese sin fin de gustos
y disgustos que nos ocupaban en tal o cual día, a veces entendiéndonos tan bien
que nos odiábamos y en otras ocasiones malhumorándonos hasta el hastío para
terminar besándonos como pubertos calientes. Era una chica que podía maldecirme
por algún tipo de camisa nueva y que a la vez se entristecía por los típicos
detalles que a las féminas tanto atormentan: una bomba mortal para el poco
entendimiento masculino.
El calor nos había llevado
a comenzar a beber. Era miércoles recién entrado el mes y en el reloj
despertador logré divisar que pronto darían las ocho de la noche. Así nos
desconcertaba el horario de verano, haciendo que desde las siete se tenga que
decir «noche» siendo que el sol
todavía seguía en el firmamento. Dado el acalorado panorama seguíamos ahí, en
silencios largos que se rompían por el sonido de alguna ambulancia o el grito
jovial de algún vecino cercano, un típico ambiente suburbano.
Poco a poco iba
oscureciendo cuando comencé a abrazarla. Parecía recaída, como si su trabajo la
hubiese obligado a tirarse al entrar a casa, pero sabíamos que no era cierto,
porque su trabajo y el mío eran empleos que no merecían gran esfuerzo ni buena
paga, sólo lo suficiente para estar como en ese momento. Me hablaba despacio y
con mucho cuidado, susurrando lentamente suaves palabras, palabras que iba
escuchando pacientemente hasta entender su mensaje completo. Eran frases sin
importancia, ocurrencias del momento que aparecían entre nuestro cercano
espacio: ropa tirada en los rincones de la habitación, el ventilador oscilando
hacia cada extremo de la misma y nuestro nicho, un sillón antiguo que había
adquirido enorme comodidad a través de los años, convirtiéndose en nuestro
lugar.
Para entonces, alcancé a
darle play al viejo estéreo en donde se encontraba el disco que habíamos
escuchado el domingo anterior. Tranquilo y sin apuro, había volteado a ver su
delicado rostro, sentía la necesidad de hacerlo, de observarla detenidamente
mientras la música empezaba a sonar. Eran tenues notas las que se escuchaban,
tonadas de piano persuasivas que me invitaban a admirar la sencillez que ella
emanaba en aquel momento. Posiblemente se sentía presionada e incómoda, pero su
cara no dejó que eso se reflejara en sí, más bien se limitaba a devolverme la
mirada: equilibrada y en plena calma de saberse ahí. «¿Qué
era lo que seguía, en verdad importaba?», me pregunté en el
instante en qué captaba cómo el poder de la atmosfera que ahora construíamos,
sin siquiera movernos, iba tomando un rumbo indeterminado, envolviéndonos en
una especie de burbuja especial que nos mantendría en el centro del desorden
social y estando aislados a la vez, juntos como dos gotas de agua que chocan y
se vuelven una especie de aberración a la sorpresa, hecho mismo del
observador.
El
aire del ventilador nos trasladaba rápidamente el sonido del piano, untando
nuestros cuerpos de esa ola rítmica que busca el mundo y que obtiene en su
momento exacto. Me había aproximado hasta su vientre, un perímetro de
encuentros sensatos en el que me disponía a esperar, siempre esperar sin querer
algo a respuesta, sólo abarcando mi calor en su cuerpo desnudo. Beatriz
preguntaba por respuestas inmediatas: un color, un deseo, un sueño, un te quiero,
todo lo que se le ocurriera lo preguntaba sin esperar forzosamente mis palabras
a todo ello. Sabía mis respuestas y mis desventajas, así como también conocía
el rumbo que tomarían mis manos apenas me decidiera a tocarla, importándole un
comino si la monotonía fuera en aquella ocasión un motivo de preocupación.
Las puntas de su largo cabello alcanzaban a rozarme la cara al tiempo en que
comenzaba a besar su vientre. Afuera, el camión de la basura hacía sonar la
campana para que las señoras distraídas salieran de sus casas, mientras las
calientes ráfagas de aire volaban y alcanzaban a meterse por nuestra
habitación. Bety había terminado su cerveza y yo apenas si llevaba la mitad, lo
cual me sorprendía y me obligaba a terminarla de un largo sorbo. Había puesto
su envase vacío entre mi cuello y ronroneaba entre mi cabeza, dándome leves
rasguños que iban desde el cuello hasta mi espalda, anunciando sus ganas de
otra cerveza con un bonito ritual.
Recuerdo que cuando abrí la segunda ronda de cervezas Beatriz se paró de golpe.
Me miraba con los ojos intensos y seductores, entrecerrándolos para contonearse
levemente con el sonido del reproductor. Se movía delicadamente mientras pasaba
sus manos alrededor de su cuerpo, danzando para atraer mi atención: mi sonrisa
revelada entre sus ojos. Giraba suavemente entre las ropas del suelo, añadiendo
un calor agradable a las ráfagas del ventilador para después, dejar caer su
sostén y revelar el brillo de su piel entre la ya presente oscuridad. En aquel
momento me vi como un monigote sin razón, sin pensamientos y acciones, era el
acto de sus movimientos mi vida en ese instante, sin un ayer y sin un mañana,
sólo un «llévame contigo» que se repetía una y otra vez en mi cabeza, mientras
Beatriz bailaba con la mirada perdida.
¿Serían los efectos de la música lenta? Es mi hipótesis el día de hoy, mientras
enlisto una serie de circunstancias que se mezclaban con Bety: la música, el
calor, el alcohol, sus senos, el brillo de su piel, la monotonía que poco figurábamos.
Quizás sea yo un romántico, pero nuevamente había pasado el crepúsculo, ahora
bajo los dulces encantos que Beatriz me había preparado para empezar aquella
noche.