martes, 9 de julio de 2013

Ángles y predicadores



«Un ángel no tiene lugar, no tiene precio, 
no se puede comprar». 
Aznar/García

    Es cierto que Roberto no puede seguir conmigo y trato de comprenderlo. Soy su desgracia, lo entiendo. A veces simplemente espero que me llame, que me trate de dar una oportunidad más, una última y que me deje demostrarle lo tanto que lo quiero y lo que puedo hacer por él. Espero que un día de éstos suene mi teléfono y pueda escuchar su voz: grave y franca que se endulza con palabras suaves que terminan con mi nombre. Qué puedo decir, estoy destrozada.
    Soy una estúpida por haberlo dejado en su momento, una presa del impulso que me he acarreado por años siempre delante de todo, como el orgullo inservible que me tuvo que tocar y lo reconozco, casi sin miedo de que me lea o escuche, pero todavía sin la fuerza de decírselo a la cara. Tal vez en el momento exacto en que lo tenga así, frente a mí y sin ninguna opción más que afrontarlo lo haría, lo sentaría de una vez por todas y trataría de decirle todas estas palabras que tengo atoradas en la garganta hasta deshacerme de ellas, esperando que después de todo eso me mire con dulzura, con algo de rabia o angustia, pero que me sepa escuchar.
    Estoy de acuerdo de seguramente no pase nada de lo que espero, que no podré retenerlo una vez más y se irá, se irá bailando como yo lo hice con él, dejando de lado mis opiniones y mis justificaciones, dejándome sentada en la banqueta como se lo hice aquella vez. Lo entiendo, es comprensible, más sin embargo vivo con esto, con esta extraña pesadez que clama por un poco de indulgencia y que busco en Roberto una vez más, ahora sin la certeza de saber si le importo aunque sea un poquito.
 

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