¿Hacia dónde nos dirigimos con estas enormes zancadas? Cada vez más grandes, cada vez más escasas. Es la pregunta que me hago mientras vamos corriendo el uno junto al otro, en una carrera repentina y fugaz que nos prohíbe súbitamente fijar una meta. ¿Hacia dónde vamos? Cómo saber y cómo tener consciencia del tiempo cuando somos parte de una amalgama de extrema violencia, una insolencia que nos ocupa entre los besos que bruscamente nos damos, besos desesperados que reflejan nuestra urgencia sutil de querer vivir: choques mortales de labios carnales necesitados de ardor para poder seguir.
La ignorancia de esperar vivir sin saber qué es lo que esto conlleva ahora me tiene aquí, con la incógnita de pensar si me lo has quitado todo, o si verdaderamente sigo siendo un lento retoño que espera por el agua turbia y pecadora que lo lleve a crecer, a poder creer si tengo algo de qué desprenderme o si me has quitado todo lo que me importaba, sin saber y entender, que voy dejando todo con tal de tener tus rasguños en mi piel e impregnarme en la suciedad que llevas bajo las uñas, sólo para sentirte más cerca, más mía, una posesión digna del humano en sí. Has hecho de mí tu playa virgen de malas intenciones y eternas perversiones, un lugar privado para tu caprichosa conveniencia y altar a tu egolatría, la búsqueda de la felicidad de la puta que succiona el alma de las familias estables y felices, atrayendo nada más que tristeza y desolación. Un ciclo vital que fluye y me recompensa con desbordante sexo y el placer de tu ser, el dominio de incendiarme de tu característica pasión.
Mírame, corro sin soltarte, sin despegar mi vista de la negrura triste de tus ojos: ingenuo de nuevo como el infante ante su madre, dependiente de la dulzura inmaculada de hacerme sentir aviador, un guardián a tiempo completo de tu cuello y la estabilidad de tu cuerpo, de tus senos pequeños que gritan mi nombre en cada salto de la carrera, aferrándome a merced a la imagen del suave balanceo y persuadiéndome, al deseo lascivo de morir a tus pies en cualquier momento en que lo pidas. ¿Qué no ves que voy contigo? Como el ciego creyente a su fe cristiana cabalgo junto a ti en la búsqueda del gozo carnal de sentirse existir, siempre dispuesto a perder(me), a envolver(te) entre los susurros más tiernos que claman al indeciso mar de lágrimas que espera ahogarme, todo como base impulsada a tus atributos occidentales, a tus piernas y caderas que fulminan mi percepción y mi casi nula seguridad de saber si seguiremos aquí, corriendo en el largo camino del destino: tú y yo en el sublime declive que es la trivialidad de la búsqueda del amor.
Mi amor, desnudo crimen de tenerte y no ser lo que me haces hacer, putita. Sabes que no dejaré de estar aquí, no por ahora; entiendes que quizás me largue pero no por mi cuenta, cabrona. Te has esmerado en el análisis inmediato de cada tangente posible, como el matemático que nunca pude llegar a ser: fría y calculadora hasta las tetas. Y vas corriendo y poco a poco me voy desprendiendo del tejido invisible de la unión, huyendo entre brillos nocturnos de pupilas felices que se cruzan a nuestro desamparo, descubriendo las ganas que nos ocupan, ansias de herirnos y maldecirnos mutuamente. Ay, mi reina, sabes que voy de aquí para allá, siendo el todo y la nada abismal a pedido y por separado, flotando a tu disposición imaginando mi encuentro existencial con el individuo que me creo, siendo piel que se disipa de la costra a niveles fastuosos. Yolanda, mi Yolanda, hermosa intrusa de mi agnosticismo. Abres y cierras los ojos como quien mueve las puertas de la humanidad con odio absoluto, misántropa destructora y seductora del yo precario que cae y resiste, el yo que se encuera y se vuelve a vestir sólo para que te vayas muriendo en mí, para ser yo el que me ocupe en mi posesivo egoísmo de tus pinches pendejadas.
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