A veces cuando me quedo en casa en fin de semana pienso que me va a visitar Zarzoza, llegando a mi casa sin avisar, inesperadamente y con una prisa alocada de vivir y querer sentirse morir al mismo tiempo. Cierro mi libro y lo visualizo ansioso, no con mi ansiedad sino como el lo expresa, entre un desasosiego que nos empuja a elevarnos, aislados en un circuito con más gente alrededor y un desamparo de terminar creyendo que somos más que el resto.
Zarzoza es como el producto de las anfetaminas que me solía meter a los diecisiete: terco y honesto hombre que se arroja al crimen visceral de querer amar, siempre enseñándome que el amor es la mejor droga de todas. Un sujeto como ningún otro, que quema marihuana mientras se ducha, que exhala humo junto a mi en las calles del centro y que ama tanto Monterrey como yo que sólo quiere irse de aquí a la chingada. Ese es él en mi mente, un hombre en llamas que me invita a arder por la vida, uno de esos tipos que se destruye y reconstruye durante una velada de peleas románticas y esperanzas internas, como quien baila y se arrulla con la misma energía. Un cabrón que escribe de todo como queriendo pisar la enormísima sombra de Reyes, un amigo que me puede saludar y despedir diciéndome «pinche culero».
A veces andamos por ahí, nos hablamos de «señor» y deambulamos por parajes olvidados de la horrible ciudad que nadie se molesta en visitar. Puede que nos hayan visto, confundiéndonos con ese par de locos que aquel chileno escribió. Y quién sabe, a lo mejor está noche te podremos visitar.
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