Otra vez terminé hablando de Marlén. Mientras tomábamos la novena ronda de tequila, alguno de los tipos que se habían acercado a nuestra mesa comenzó a bajar la cabeza y a contar las calamidades y malas jugadas de días pasados: allí iba de nuevo l'homme, aguantando la respiración sólo para terminar gritando su inmaculada fragilidad, pensé a la par del limón entre mis labios. «Podrías haber dicho uno de los nombres que le inventaste para disimular un poquito», dijo uno de los míos que, como uno más de mis pocos amigos, descubrió mi popular mentira discretamente entre las risas y las pausas que acostumbramos al tomar. Lo habían notado, otra vez estaba hablado de Marlén. Otro extraño más que se terminaría por enamorar.
«Pensé que mis penas eran las más desgraciadas». ¿Y quién no iba a pensar lo mismo? Acabada la exposición de rencor y los brindis sin mañana, aquel compadre-de-una-noche hubiera podido sentirse tranquilo, mientras entre sus anécdotas y las «mías», Marlén siempre terminaba siendo la más alta cabrona de todas ellas. «La más alta cabrona de todas ellas», así, cantadito y mal pronunciado, dijo, en su notable acento norestense el cual relucía tragándose algunas letras y aferrándose a otras, justamente como él había hecho con las constantes inconformidades que le ocasionaba su musa, su hermosa, su «Pinche Ericka», siempre mandándolo a la jodida y siempre queriendo abrazarla aún más. «¿Y tú, todavía la amas, la buscas?», dijo mientras la mesera —que siempre nos atendía de mala manera— regresaba con una ya doceava ronda. «Se nota que la amabas, compañero, se nota que te jodió la vida»: muy franco el pelado. Me miraba con unos ojos verdes que me llevaban hasta Marlén, con su mirada felina y seductora, siempre invadiendo ese cuarto oscuro en donde pasaban mis deseos más desesperados y cómo, con ella, había logrado desarrollar al menos una docena más, todo a espaldas de su marido, su pinche borracho marido, un gran amigo sin duda.
¿Amarla? ¿Pero qué no había escuchado nada el cabrón? Debía encontrarse totalmente dañado tras todas mis historias y cómo todos me escuchaban con sufrible perplejidad, pero ¿amarla, está usted seguro de que tendría que amarla, compañero?, deseaba responderle pero me quedaba sin decir nada mientras pensaba que se volvía una víctima más de los estragos de la mentira, del horrible sobre adorno que suelo añadir a las caderas y a las maneras de femme fatale que la formaban, que, aunque no lo necesitaba, siempre hacían de la velada una tragedia memorable.
Dejábamos la mesa y el sujeto me llevó hasta la salida con los chicos todavía detrás. Se había encargado de pagar una cuenta de seis horas de borrachera antes del tequila y comenzaba a llamar la atención en el lugar. Casi olvido que me llevaba del hombro pero el recuerdo vuelve cuando pienso en su mano gorda y temblorosa, entre las palabras que me iba diciendo sobre las mujeres y lo cansado que se encontraba. Había vuelto al país sólo para encontrarse con un divorcio, con catorce años perdidos y con más dinero que cualquiera, según sus palabras, sus quebradas palabras que iban cayendo una a una en mi camisa tras el desahogo, como quien vomita para sentirse libre en el hombro del mejor amigo. ¿Quién era ese hombre? Nunca lo sabré, pero en sus ojos notaba el brillo que todos ponen cuando me escucha hablar de Marlén: primero con esmero y, exitosamente, después con derrochable desdén.
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