Entré jadeando al vagón del metro. Bajo la presión del humo en mis pulmones y el sonido del transporte colectivo, el cual anuncia su partida y próximo cierre de puertas, advirtiendo a más de uno el golpe inevitable. Llego hasta un lugar libre y me adueño momentáneamente. A escasos dos metros un sujeto escribía ansiosamente renglón tras renglón a lo que parecía, la misma frase una y otra vez. Al tiempo en que la singularidad de la acción me llama la atención, me di cuenta de que son varias las personas que ya lo han notado y, como yo, y se preguntan qué es lo que aquel tipo de barbas ralas anota tan precipitadamente.
Terminaba el sonido secuencial de aquel metro elevado y al fin, se cerraban las puertas, dando un entorno de alivio a los usuarios.
Pude observar la peculiar gesticulación de cada persona que notaba el acto de nuestro ansioso amigo, cada uno con su propia y distinguida forma de expresar curiosidad ante aquella situación. Desde cejas bien arqueadas, suspiros burlones, narices ensanchadas y dientes prominentes hasta miradas de desprecio y movimientos con la cabeza llenos de negación. Todos y cada uno de ellos en un ambiente de hostilidad que ya apesta y que llega hasta el lugar más alejado de la escena.
Mientras me doy cuenta de que el libro que comencé a leer una noche antes se quedó en mi viejo buró de lámpara, me enfrasco en la tarea de tratar de descubrir —como los demás usuarios— lo que el hombre aquel escribe sin cesar.
De repente, otro hombre que se encontraba de pie a dos asientos de nuestro personaje comenzaba a parecer alterado, como si la ejecución de que el otro individuo escriba una y otra vez lo mismo demasiadas veces lo exasperara dramáticamente, a tal punto de molestarlo y orillarlo a mover los dedos de forma armónica y notoria. El segundo hombre parecía incrementar su malestar con el simple hecho de escuchar el sonido del bolígrafo haciendo rodar su rueda en el papel. Comenzaba a balancearse, empezaba a querer escapar de aquella trampa mortal que el ansioso primer hombre ponía una y otra vez. Y la gente lo notaba.
El vagón llegaba a la segunda estación en el justo momento en que el segundo hombre observaba su reloj, marcando —si estuviese igual al mío— las 07:23 minutos en una no muy típica mañana de viernes. El hombre dejaba de ver su reloj y casi al instante volvía a acudir a el, en una clara necesidad y porque no, piadosa petición de rapidez. Pero el tiempo jugaba y el primer hombre seguía, llenando ya la tercera hoja de su agenda personal.
El sonido aturdidor volvía a callar para dar por comienzo al recorrido hacia la tercera estación. Acto seguido una que otra persona se levantaba de su lugar, encaminándose hasta la puerta más cercana. En cuanto el primer sujeto seguía su tarea, otro hombre un tanto regordete choca con el desesperado tipo en un casual encuentro de transporte público, acompañado de un perdón a reacción, pero sucede algo que el gordo no intuye: El segundo hombre se proyecta bruscamente hacia él, impactándolo con el puño izquierdo sobre su carnosa y rosada mejilla derecha. El regordete se encontraba ya en el suelo ante la multitud que dirigía las miradas hacia el suelo y al hombre que se aproximaba de nuevo ya con el puño fuertemente apretado.
Cuando el gordo asimilaba que recibiría una golpiza, el furioso hombre sentenció fuertemente:
—¡Dile, sólo dile que no puede hacerlo! —gritó ante el asombro de la gente—. No puede hacerlo de esa manera.
—No sé de qué me hablas —respondío el gordo.
—Claro que lo sabes, todos lo sabemos y el también lo sabe muy bien —dijo señalando hasta donde se encontraba el primer hombre—. ¡No puede escribir de esa manera, no puede!
—¡¿Cómo, cómo?! —prosiguió el gordo mientras rompía en llanto.
—¡No se puede, no se debe! —dijo el segundo hombre.
— ¿Cómo entonces? —preguntó el regordete con compasión sin saber nada de lo que el enfadado hombre le preguntaba.
—Se escribe "Eso que ni que, güey", "¡Eso que ni que!" no "Eso k ni k".
Y de pronto, se escuchó el sonido del transporte y las puertas se abrieron, a lo cual el furioso segundo hombre reaccionó en una huir del eterno desespero de la mala ortografía.