A
mí querido Joaquín:
Todavía no puedo creer que haya pasado esta
atrocidad. Me es difícil asimilarlo y metérmelo en la cabeza, además de tener
que lidiar con una vida de carga ante el hecho. A decir verdad, siento como si
fuese uno de esos borradores que escribíamos entre las clases de preparatoria,
uno de esos en los que te encantaba morir de las maneras más inverosímiles, pero
lastimosamente creo que es la realidad que, al fin de cuentas, superó todas
esas historias de revueltas de juventud.
Apenas sí me había llegado tu carta desde
Guadalajara y ―aunque siempre pensé que no te quedarías en esa
ciudad más del mes―, jamás creí que fueras a irte por los
motivos que ya sucedieron y la verdad es que me duele mucho. Es difícil,
Joaquín, duele pensar que no te haya podido convencer que te quedaras en el viejo departamento que
dejó mi tía Blanca, te lo repetí tantas veces que tuve que aceptar tu negación
y tu terquedad, como siempre. Aún no entiendo por qué tuviste que dirigirte
hasta allá, Sofía no quería verte más y si alguien esperaba que lograras entenderlo
ese era yo, Joaquín. Un divorcio tras veinticinco años de casados es sumamente
duro, pero carajo, confiaba totalmente en ti.
Recuerdo el momento en el que me invitaste
a participar en tu pequeña revista, siempre que me acuerdo es de una manera muy
vivaz, mejor recordada ahora que al día siguiente al que sucedió, creo que es
como la historia de mi vida en un
diálogo de tres horas en la esquina de nuestro café favorito, acompañado con reminiscencias
apenas visibles de seis o siete cigarrillos y una madrugada de alcohol.
Vi la noticia en los telediarios esta
mañana que regresé a Monterrey. Me desmayé y lo primero que hice fue
llamarle a Fonseca, el cual lo confirmó y me volvió a contar lo sucedido ya con
más detalles y los procesos funerarios. Se me rompe el corazón en mil pedazos,
Joaquín. El simple hecho de escribir estas palabras quiebra mi voz como
cristales contra la acera, pero en verdad necesito hacerlo. Me pregunto tantas
cosas, así como asimilo muchas más, pero sabías muy bien que siempre respeté
tus decisiones ―por más locas y descabelladas que fueran―, que
siempre te apoyé hasta el final y que fuiste más que un amigo para mí.
A mediodía recibí la llamada de Sofía en
la que me explicó que ella junto a tu hermana se encargarían de todo el proceso
funerario y que, al fin de cuentas, llevarían tu cuerpo a tu Zacatecas querido (hacia
donde ya me dirijo en autobús) para ser sepultado mañana temprano.
Siempre he creído que tú y yo fuimos almas
gemelas, más que carnales, dos cabrones que se entendían jodidamente bien y de
los cuales, “era difícil saber de uno y no conocer del otro” según palabras de
Fonseca. Como cualquier ser humano, cometimos el error irrevocable de
enamorarnos de la misma mujer, de acostarnos con ella, de perdernos intensamente
por ella, de dedicar cursi poesía para ella renunciando a la antipoesía que
tanto añorábamos y elogiábamos cada noche, pero así pasó, mi querido Joaquín.
Ella fue tuya durante veinticinco años, lo
lograste. Con todo mi respeto y orgullo dirigido hacia ti acepté la derrota,
pero te advertí que sí ella venía hacia mí no la iba a dejar ir. Tú lo hiciste,
lentamente y casi sin darte cuenta. Ella comenzó a buscarme y yo siempre estuve
ahí, esperándola desde que se fue contigo y ahora que la tengo no la soltaré
jamás, ni siquiera para decirte adiós.
J.G.V.
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