Recuerdo que debo dejar de fumar de esta manera sólo cuando estoy a punto de encender un cigarrillo. Lo recuerdo ahora, mientras encendía el último del día e interrumpía el comienzo de la prosa por el vaivén de las cortas bocanadas, los cortos seis minutos que a su vez me restan once de vida y la incógnita de no saber qué hacer con tanto tiempo. ¿Y qué hacer con tanto tiempo? Nunca tengo ganas de querer saber la(s) respuesta(s). Pienso en la monotonía, en la perdida que vendría al tener algo como respuesta de un estado que ya poseo, un claro miedo al cambio que se esconde tras el secreto de lo indescifrable que es el saberse sentir subjetivo al momento, exacto e impreciso, vivir al pedo y querer poseer el as bajo la manga de la autodestrucción repentina a cualquier hora del día, anywhere-anytime. Tener y no tener nada y seguir fluyendo entre lo que va pasando: ha-ha-ha, and shit happens. Y mientras recuerdo que he dejado de beber de la manera en la que lo venía haciendo en el último mes, voy terminando una cerveza que había aún en el frigorífico y observo la botella de whisky de la semana pasada todavía con un sorbo o dos que pueden abrazarme esta noche: la vida andante y el carisma mismo de la contrariedad sin fundamentos, sin intención plena de chingar. Ahora mismo, durante un viernes sigiloso que llega después de una semana lluviosa ya en septiembre, de gastos recurrentes, trabajo habitual y la monotonía, anteriormente citada, recreo la escena del viernes en la casa, sin la necesidad de dormir sin desvelarme porque no hay apuro alguno, sin un hábito preciso que cumplir y en donde la rutina del ejercicio semanal puede irse al carajo sin alarma alguna, todo en una carcajada que se reprime sin mover un sólo músculo y que, en síntesis, se resume en retomar la lectura del libro en curso y la exclusión de toda memoria hacia una preocupación mayor o un séquito recurrente. Y la vida sigue y la vida es la misma, y las ausencias pesan como una hoja en un árbol, porque en el siguiente parpadeo verás algunas otras miradas, algunos rostros que cavilan en segundos al observarte y, como ella, que cada que salgo del trabajo con un apuro sin fundamentos y una paleta de caramelo en la boca, me mira, tal vez pensando que me soy un cabrón chupa pollas o que, en el mejor de los casos, soy un pendejo disimulando mi adicción al tabaco y otros vicios mientras no dejo de devolverle ese juego de miradas de jornada.
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