Es el segundo lunes de septiembre y hay luna llena. Hoy para volver a la rutina de jornada me ha costado un poco al amanecer, raro para un lunes y lo digo de la manera más honesta posible. El despertar temprano tras no haberlo hecho dos días consecutivos en meses me ha tentado a faltar al trabajo, no lo hice y me sentí desviado hacia una responsabilidad vacía e innegable. Me ha costado un poco y la imagen tonta de los zapatos lustrados y un café negro ya servido aguardaba sobre ese inconfundible recelo de pensar ser algo, una mínima pizca de un ente, un puesto que tendría que ocuparse en un horario de ocho horas y un sueldo prescrito que no me conviene perder, no ahora.
No tuve el tiempo de negarme, ante mi sorpresa, ya había terminado mi cereal y la ya media taza de café comenzaba a enfriarse. Se hacía tarde y sólo faltaba cepillarme los dientes. La hora estaba bien, siempre ha estado bien y en casa sólo me limitaría a observar el techo, refugiarme en el silencio que ofrecen las mañanas suburbanas y las torpes páginas de internet que habitan en mi historial: la rutina fuera de la rutina y el pensar que he dejado ir todo un día por la borda (exagero).
He llegado temprano al trabajo, incluso antes que en los días sin ganas de faltar. Me he dado el lujo de estacionarme más lejos con la idea de nivelar mis tiempos, me alcanza incluso para saludar a mis compañeros, de haber ido por la segunda taza de café de la mañana y aún creo haber sonreído a una o dos chicas en la enorme oficina en donde laboro. Joder, que hasta en este tipo de situaciones el karma suele jugar conmigo.
Tal vez mañana sea igual y quizá hasta me de unos minutos para pensarte, y lo digo así, abierto en un subjetivo comentario lleno de fanfarronería en el que hablo de todas y de ninguna; y esto no es más que otro juego de rutina fuera de rutina que suele presentarse entre lunes y viernes de cada semana, entre diez de la mañana y seis de la tarde.
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