Hace ya cinco meses de mi última anotación aquí. Es un tanto triste saberlo, más bien, darme cuenta del poco tiempo que le he dado a una de las actividades que, creí pensar, me era prescindible. Al parecer, la idea de anotar, transcribir y tener un registro de todo aquello que me circunde la llevo más presente en la mente, en una idea-objetivo, físicamente resumida en una agenda compacta con trazos certeros a manera de lista, en donde recreo lo que va pasando. Y qué es todo aquello que ha pasado, es decir, a dónde ha ido a parar toda esa estúpida prosa de la que en algunos ayeres me sentía, si no orgulloso, al menos, labrador. Momento de hacer una pausa, carraspear y levantarme de manera decidida de mi lugar de trabajo.
Entre el bullicio de la oficina a las cuatro de la tarde, me sorprendo caminando errático ante la imagen del anonadado desdén anterior, un shock que se entrega en renglones vírgenes y blancos: pulcros espectros de mi idolatrado e inexistente autismo y el mal manejo de mi vida. Espacios vacíos en el cuadernillo que golpean ante la comodidad rutinaria del godínez que me estoy haciendo. Ciertamente —y lo puedo decir con toda la tranquilidad del mundo—, el deslinde momentáneo de esta tarea autodisciplinaria por lo menos me ha dejado ahondar en otros puntos de vista, actividades y remembranzas: vaivenes del momento. Como actor principal de esta mala asignación de roles y guiones, torpemente me dirijo a reacción consciente rumbo a la salida del trabajo. Es el impulso el que me ha levantado, es el instinto el que me ha guiado paso a paso por el mismo pasillo de siempre, mientras vacilo entre el ruido seco de mis zapatos en el suelo y la búsqueda de otra desconocida búsqueda y que, al final, me cruza de nuevo con la presencia de sus ojos, firmes y profundos: el silencio.
«¿Qué ha pasado en todo este tiempo?», me digo ahora a manera de semejante fantoche en parafraseo y después como pregunta. No hay respuesta, no hay ganas de seguir. Volteo hacia el reloj despertador y recalco la hora en mis labios, yéndo de la fresca imagen vespertina en su mirada hasta la recolección de sucesos de los últimos meses: inyección de mala síntesis del tiempo: «sabés que no aprendí a vivir». Sigo bebiendo como idiota mientras esta tonta tinta azul me mancha los pulgares y pienso en ella, y luego en la otra ella para decirme, entre prestos y adagios, que el tiempo es mi único proxeneta conocido. «Sos una puta, una guarrilla, un jeta de santo, una cagada», yo soy.
Son sus ojos los que ahora me tienen acá, escribiendo de nuevo en renglones insensatos, sediento de algo que vaya más allá de lo que previamente he bebido. Deseo de poder y es ese el punto, el golpe, el mierda que me florece y están por ahí todas ellas quienes pueden afirmarlo. No tengo objeción alguna.
Te he estado espiando, chica.
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