Una de mis autolimitaciones más recurrentes es la de no tener qué decir a la hora de tratar de escribir. Sin duda, podría afirmar que el hecho mismo de querer expresar algo a manera de prosa puede tenerme horas frente al blanco vacío de la espera, el papel virgen como barrera entre el tiempo que pongo en juego y la desconfianza misma de no saber hacia dónde querer llegar.
Lo vuelvo a pensar e insisto. Abro la boca, despegando lentamente los labios para emprender el perezoso viaje al argumento aún desconocido, hacia las palabras que se usaran en mi contra.
Ansioso y cabizbajo ante el yugo de un Doppelgänger intangible y el rumor del humo sosegado por mis tristes suspiros, cavilo por las consecuencia indecisa de un objetivo prematuro y el inconsciente paso que vendrá a continuación frente a la tinta que se desperdicia ya en el punto inicial del declive. Asumo las exhalaciones para un comienzo inquieto e impotente y reposo. La derrota es fácil y conocida; un amargo beso en el labio superior que se prolonga hasta la frente, como uno más de los rituales escépticos y certeros que creo llevar ya en el alma.
Sereno y empapado de un sudor torpe y veraniego, husmeo dentro del proceso, aberrante camino que me lleva y me regresa al punto exacto del hastío repetitivo del vivir. La gracia de encontrarme atrapado por cientos de recuerdos deformados, explicaciones sutiles y exageradas y la frígida idea de seguir me mantienen al borde, repitiéndome una a una las adversidades que ya me están cogiendo sin profanar una sola palabra.
Exhausto entre tanto estupor, me refugio en su risa, la risa: el quiebre del séquito ambiente previo, inyectándome a reacción en una escena entre temores bajo demanda y el efímero goce de la tranquilidad extraviada, lugar donde todo se resume en la caída, el suicidio predispuesto que se somete con la fina síntesis de todas ellas oprimiéndome y disparando a quema ropa. Es siempre toda su imagen mezclada en una sola, es el pensamiento que me carcome en ese justo instante en el que estoy por contar algo y se adueña de mi mente, de mi estúpida desventaja de no ocupar el tiempo. Una terrible limitación.
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