jueves, 25 de abril de 2013

Necesidad de días soleados

    En días tan dispersos como los últimos tres, el hecho de encontrarme aislado en el fondo de múltiples pensamientos se vuelve casi un rito. Los días nublados han significado para mi, desde el comienzo de la memoria, el tiempo exacto para tocar la punta de mi nariz y sentarme a ver todo lo que me rodea de una manera analítica y crítica, envolviendo también el centenar de ideas y recuerdos que, desde los básicos hasta los fugaces, fluyen y viajan en el sinsentido que la vida me prepara por cita durante cada día. 
    Percibo el olor que deja el metal húmedo del colectivo en mis manos, un vicio que disfruto cada que puedo, entre destellos que el ruido citadino deja en mis oídos y las sonrisas dulces que uno recoge a lo largo de la jornada. ¿Qué es la belleza? Ese es el principio del fin que me preparó mi mente aquel día, desde el momento en que observé ese rostro femenino en uno-de-esos-encuentros-de-transporte, poesía que se vive a flor de piel en una metrópoli como ésta, donde miles de miradas chocan y se percatan de lo horrible y lo bello, lo efervescente y lo peculiar, un montón de subjetividades que aventamos al aire para cerciorarnos si se cumple eso que el romanticismo forjó como el amor. Parece incierto aún el hecho de ver cuántos amores se han ido de lo más alto hasta lo más asqueroso del resentimiento humano, ni siquiera necesito lavarme las manos para decirlo porque, a donde quiera que me mueva, puedo encontrar esos rostros cicatrizados por el odio que se engendró en la búsqueda del amor eterno. El amor se encuentra en todos lados, como una vulnerabilidad o defecto que cargamos todo el tiempo, como uno más de los explícitos errores de occidente, donde se perpetua la búsqueda del amor-para-siempre y la condena legítima si la soledad nos alcanza. Quisiera levantar las manos como señal clara de enajenación al decir lo anterior, decir que de hoy en adelante dejaré de lado el rastro maldito occidental que tanto nos ha golpeado como civilización milenaria, afirmar a los cuatro vientos que no recurro a pensamientos claros de ese dolor que me ha dejado la mala toma de decisiones, pero me mentiría más de lo razonable junto a toda esa sangre ancestral que fluye por mis venas, blasfemia total de no saber encontrar el verdadero problema en cuestión. 
    Entonces, ¿qué es la belleza? Pregunta al aire, mientras, entre el trayecto de dos avenidas en el transporte colectivo, pienso en los tipos de descripción de la belleza que he encontrado en otras personas. Ciertas mujeres con las que he compartido mis días, han sabido compartir o ignorar mi percepción sobre, lo que yo pienso, es la belleza. Hablaría de todas sin tapujos pero sería perdida de tiempo, exceso de banalidad y, además, aburrido. Me limito a pensar en pocas, en las que más me han sorprendido entre el coraje y el valor de defender lo que sienten. V creía que la belleza llegaba a pedazos, como el sonido al abrir un refresco y el primer sorbo, o el hecho de brindarme un beso con la lengua helada, una secuencia de hechos que se desenvuelven entre pequeños lapsos de gusto. También adoraba la anatomía humana, los cuerpos hermosos y los rostros estéticos. V es una de esas mujeres que ama sentir los cuerpos, tomar lo mejor de ellos, besarlos y morderlos, entregarse totalmente a esa perfección estética y maravilla de vivírse así, excelso y hermoso, una mente abierta y persuasiva deseosa de dominar mentes inteligentes que mueven cuerpos esculturales, una rubia que levantará vergas por donde pase. Aún sigo pensando que V es esa persona con quien desenvolví mi percepción de belleza: búsqueda de mentes incomparables adornadas en cuerpos blancos y delgados. 
    Uno se va dando cuenta de cómo las personas influyen en la vida, cómo se toman sus costumbres y cómo se aprende a dejarlas de lado, seguir en el camino solitario que el solitario creador nos encomendó. Pienso en C, la chica de los labios delgados y los ojos cristalinos, quien, entre silencios duraderos bajo el sol de la ciudad, compartió junto a mi el gusto y el placer de succionar la belleza de Monterrey, la belleza visceral de engendrar pureza base a la otredad, la basura y el lenguaje vulgar que se forma en las calles llenas de smog. Pienso en ella casi a diario, al momento de encontrar un escupitajo en la acera, al observar una pareja fajando en algún lugar, pienso en C como si fuese el nombre del efecto citadino de sentirse aquí. Tomo dos tazas de café cada noche recreando las falsas pláticas que nunca tuvimos, mientras observábamos los carros pasar debajo de los puentes de las grandes avenidas, su cabello lacio que revoloteaba por el aire, su piel morena brillando bajo el sol. Si con V descubrí que el blanco era dulce, C me dio a probar la amargura que nos envenena tanto como el amor, la piel morena que quema al rojo vivo y te hace adicto al dolor. ¿Qué es el dolor? El dolor es ese algo que hace te querer más, esa dependencia que se crea al degustar la felicidad y el conocimiento de saber que nada es para siempre. «El dolor es la muestra insoportable que nos muestra la ignorancia, lo poco que sabemos de nosotros mismos y del otro».
    ¿Qué es la belleza? me llegó a preguntar alguna vez D. En ese momento no supe responder. D y yo nos carteábamos cada viernes, siempre con un chocolate en el sobre. Ella adoraba, sin decirlo abiertamente, que la domaran, ser el objeto que tiene el honor de ser humillado cuando se entregaba. Siempre la pienso como una mascara de ternura que hierve de pasión y, también, la visualizo como la chica a la que siempre le daría flores para verla más alegre. Su belleza era ser la suave rosa que embellece el lugar en donde habita, una rosa que terminó seca en mi florero después de poco tiempo. 
    Llega la media noche y la sensación de sueño me remite al goce que se engendra al abarcar la cama. Los días nublados por ahora no me sirven de mucho, no como antes, y rezo por próximos días soleados que me inviten a salir a caminar por las viejas y crudas calles de la ciudad. Algún día encontraré el punto más cercano al equilibrio sensorial y, saber e identificar, que «nuestra cultura nos dice que el amor es un sentimiento, y no un aprendizaje, un problema que se concentra en la pregunta Quién...». Saber reconocer esto me lleva a pensar en M, quien, alejada de todas las mujeres anteriores, logró hacerme entender que el mismo miedo contiene un nivel elevado de belleza y cómo éste se expresa en las acciones, los trabajos y los gustos personales de cada persona. Luego viene L y me incita al deseo de lo prohibido, lo intocable que está ahí y me seduce entre su mundo alterno de visiones y traiciones y lo mal que vive, haciendo de mi incontrolable gusto extravagante, un mar de extrañas sensaciones que van desde el suicidio y la ansiedad a la tristeza como un estado de somnolencia y pureza existencial. Caos como camino a los breves momentos de diversión y felicidad. 
    ¿Qué es la belleza? ¿Es acaso eso que uno ve como lo que le atrae, lo bonito de sentirse único al percibir ciertas imágenes, ciertos sentimientos, ciertas salivas en la punta del glande? Es, para mi, todavía un fracaso el hecho de englobar tantas personas base a una pregunta tan pretenciosa, ¿qué se gana con eso? Nada sería más importante que el simple desuso de tantas palabras, en un asunto donde se trata de resolver principalmente la percepción visual y sentimental del ser humano. Callar es a veces el camino correcto para una respuesta más cercana, algo como lo que C creía, y que, a lo largo de los años, he envidiado mientras tropiezo y vómito más de mil palabras.

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