«Había olvidado como los días de rutina a veces son tan cortos, había olvidado lo largo que pueden llegar a convertirse». Pensaba en las ocasiones en las que he tenido que estar frente a una computadora por largas horas, sin poder pensar una cosa más que no fuera la primera del día y limitarme a callar. Como en las noches oscuras que deambulan entre sentimientos vagos y lejanos y una que otra frase de los libros que han dejado huella. Hoy podría ser uno más, un espacio en blanco de la agenda vacía que cargo a todos lados, una prueba más de las incalculables culpas que he decidido cargar como todo ser humano.
«J'ai fait de la merde» entre comentarios de jornada diaria, del día a día del ente que camina entre el tumulto citadino del país mestizo por excelencia, «jodanse».
Podría cerrar el pico del «yo primero» y empezar a dejarme caer, como Meursault esperando a que llegue el día en que le corten la cabeza o Perry Smith, quien enamoraba a Capote, sin tener una idea de lo que son las cosas que todos los demás ven y se preocupaba por los simples detalles que nutren la poesía. Sería el final de los tiempos de las tragedias-griegas-en-las-que-ocupo-mi-vida, encontrar un momento de respiración en la escuela Zen —aunque parezca tan lejano y probablemente termine escribiendo haikus suicidas.
Que me jodan, a veces sólo quiero ser un pendejo. Pongo de nuevo esa canción de Charles Aznavour que no sé pronunciar del todo y que tanto me chinga. «Au lieu d'pensar que j'te déteste, Et de me fuir comme la peste, Essaie de te montrer gentille», dice Aznavour mientras pienso en cómo no puedo con esas palabras, por idiota e impotente. «Redeviens la petite fille, Qui m'a donné tant de bonheur», encrucijada entre dos cuerpos o tres y ya no sé cuantos inocentes más. «Et parfois comme par le passé, J'aim'rais que tout contre mon cur, Tu l'laisses aller, tu l'laisses aller»: despedida moviendo la mano hasta que se caiga de pena.
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