martes, 28 de febrero de 2012

Amoxicilina

Siempre he creído que la necesidad de atesorar algo es meramente humana. La posesión de algún objeto valioso o sentimental ha estado presente siempre entre nuestros sucios dedos. Carla lo sabía rotundamente y nada de lo que pudiera decirle afectaría esta verdad absoluta. 
    Así pues, ella dio con uno de los recipientes en los que guardo mis objetos preciados, ya sabes: El puerquito de juguete que ha estado presente por más de cuatro generaciones en mi familia que llegó de Zaragoza en las épocas de Franco, el bolígrafo que encontré en el metro cuando era niño, mis soldaditos de plomo, las cartas de mi novia la peruana, etc. 
    Cuando llegué del trabajo una noche de jueves la encontré sentada en el comedor con una sonrisa exagerada y una pinta de novia celestial. Sabía que tenía algo y vaya que lo tenía, pero de entre todas las cosas embarazosas que valoro y guardo con esmero fue a sacar la más insignificante —para cualquier otro individuo— y absurda de todas: Un frasquito de Amoxicilina.
    Al cocinar la cena y sentarnos al fin, sacó a relucir el pequeño frasco de vidrio oscuro, y lo puso frente a su plato.

    —¿Qué persona guarda un frasco cualquiera de Amoxicilina entre sus tesoros más preciados?
    —Pues, yo...
    —Sí, ya sé que te crees el muy excéntrico y eso...
    —No sabes la historia de ese frasco.
    —¿Historia? Pero qué historia pues...
    —Ni si quiera lo sabes, déjame contarte.
    —¿Me la vas a contar, al fin te dignarás a contármela?
    —Tranquila no es para tanto, amor...
    —¿Amor? ¡No me digas así!    
    —Tranquila, ¿qué tienes? 
    —¡Cállate! 
    —Carla, tranquilízate, qué te pasa...
    —No Diego, no está bien.
    —Espérate, no sé de qué hablas, amor.   
    —No pues tú, me haz dado en la madre.
    —¿Cómo? No puedes estar diciendo eso.
    —Claro que puedo, ¿no ves? ¡LO ESTOY HACIENDO!
    —No grites, Carla. Amor en verdad...
    —¡DEJA DE DECIRME A-M-O-R!
    —Está bien pero no te pongas así....
    —Pero cómo no hacerlo, Diego, tú me guardas cosas...
    —Amor, es una idiotez...
    —Pues entonces no te importaría mostrármelas...
    —Son boberías.
    —....contármelas, decirme qué historias tienen detrás...
    —Si, tal vez.
    —Cuéntame la historia del frasco.
    —Pues ese frasco me salvó en la adolescencia.
    —¿Cómo, el frasco?       
    —Sí.
    —A ver, cuéntame.
    —Pues, estaba muy mal un día, mis defensas estaban por los suelos cuando viví solo, tenía  depresión y todo eso...  
    —Sí ya conozco eso, cuando murieron tus papás.
    —Pues sí, tenía dieciséis años. 
    —Bueno, ¿y cómo te salvó el frasco?
    —Pues... 

    Cuando me preguntó eso tan deliberadamente sentí que me caía, que me iría de bruces mientras ella me observara con cara de vil repugnancia. Creí que me patearía a continuación y, no había otra forma, tenía que proseguir:

    —Ajá...
    —Pues sí, cogí una infección en aquel invierno, la gripe me pegó muy duro y yo estaba por morir, no me atendía, no comía...
    —¿No fue en esa etapa cuando conociste a la tal Florencia?   
    —Sí, de hecho...
    —Eso supuse.
    —¿Qué? Espera, ¿Florencia?
    —Florencia.
    —Nunca te hablé de ella, Carla.
    —¿Eso crees? 
    —Pues no, nunca lo hice...
    —¿Fue la que te quitó lo virgen?
    —Pues... sí, fue con ella, pero eso ya quedó de lado, amor...
   —No lo creo.
    —¿¡Pero por qué dices eso!?
    —Lo sé.
    —¿Sabes qué?      
    —Que te quitó la virginidad así como tú a ella.
    —Pues sí, pero eso es algo muy viejo, amor. Tengo cinco años de casado contigo.
    —Todas las noches escucho como le hablas.
    —¿Qué?
    —Todas las noches escucho cómo te la coges.
    —¿Pero qué estás diciendo?
    —¡Todas las putas noches escucho tus gemidos, cabrón!   
    —¡NO ENTIENDO NADA! 
    —¡Cada puta noche desde hace seis meses tienes el mismo pinche sueño húmedo, cabrón!
    —¿Sueño húmedo?
    —¡Sí cabrón, todas las putas noches sueñas que te la vuelves a coger y yo ya no puedo con eso!  
    —...no.
    —¡Siempre las mismas palabras, las guarradas que le susurrabas al oído mientras se la metías ensangrándote el glande!
    —No es verdad, Carla estás jugando...
    —¿Jugando? ¡Tu puta madre está jugando!
    —¡Oye!
    —He estado soportando esto desde hace seis pinches meses, Diego. Siempre estuve esperando a que de repente un día dejaras de hacerlo, pero no, no. Cada noche era exactamente a la anterior, las mismas palabras, las mismas frases tontas, tus gemidos de idiota depresivo excitado. ¡Siempre lo mismo! 
    —No amor.
    —Todas las noches he escuchado su nombre en mi oído, mientras gimes y la coges, ¿cómo no voy a saber su nombre? 
    —Ella fue quien me llevó ese frasco aquella noche.
    —Y lo guardaste.
    —Salvó mi vida.
    —Sí, y tú te la vives cogiéndola todas las noches como agradecimiento. 

     

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