Hablar del DF es para mi un sinónimo de ausencia. He vuelto una vez más de la enorme ciudad y no había dejado de pisarla cuando el panorama ya pintaba, una vez más, ese fondo opaco y pesado en el que comienza la extrañez de sentirse así. Ausencia de la lejanía que conlleva el salir por los cielos de entre la monstruosas garras de la metrópoli como vil escape hacia el exilio, en una huida atroz y muchas veces incoherente en la que me he visto en múltiples ocasiones. A veces quisiera que fuese sólo de esta manera y torpemente me doy cuenta de lo contrario, mientras revivo imágenes que se suspenden por lo largo de momentos en los que habito de nuevo sus calles, fluyendo en silencio entre avenidas y monumentos, caricias y topes en seco en los que me muevo a reacción después de decisiones que duran un segundo y me echo a reír sin parar, alucinando por las miles de almas que se yuxtaponen hasta casi fundirse y saliéndome siempre a discreción con un silbido entre los labios.
Por otro lado, regresar hacia aquel lugar me hace experimentar una especie de amable bienvenida unida a una carga de ausencia todavía más aguda a las anteriores. Llegar es sentirme ausente de todo lo que no poseo, de lo que ya no es y de todas esas cosas que han quedado de lado a través, no del tiempo, sino de las mismas decisiones que anteriormente mencionaba. Caminar otra vez por su cuerpo legendario me renueva la culpa de haber caído bajo las leyes inmensas de un imán atrayente sobre cualquier indefenso y desgraciado hombre , una necesidad que ahora me brota y que no puedo dejar atrás tan fácilmente.
Y me engendra la ausencia, la falta de algo qué no sé qué es, la insistente privación de sentirme conmigo.
Y me engendra la ausencia, la falta de algo qué no sé qué es, la insistente privación de sentirme conmigo.
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