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domingo, 9 de noviembre de 2014

Patín del diablo

    Nuevamente he desperdiciado un domingo más en mi haber en las mismas tonterías de siempre. Suelo decir y quererlo de esa manera en cuanto me doy cuenta de lo que tengo por querer o no hacer. Esta mañana, por ejemplo, he despertado bajo los rayos del sol tiñéndome la cara de hartazgo matinal, observando y encontrando poco a poco el ambiente de una noche de azar y nulas pretensiones, característica de lo que va pasando y mi estatus social.
    Los he visto allí, mis amigos, los tipos con los que suelo compartir tragos de alcohol desde finales de la preparatoria. Yacen todavía dormidos, perdidos, alejados del montón de situaciones que han comentado y platicado entre cigarrillos y botellas, anulando los tapujos de sociedad en los que nos situamos y, ante todo, a la soledad.
    ¿Son ya las nueve? Veo el reloj del móvil y no, es temprano aún, tal vez demasiado como para querer partir ya hacia casa y quisiera decir que incluso como para seguir durmiendo. Sin embargo, prefiero el silencio y me enfoco en beber una cerveza más para mitigar el breve ayuno que presento y me tumbo de nuevo en el sillón. Los miro y pregunto qué ha sido en realidad de ellos en este último año, si siguen tan jodidos como yo en cuanto a las mujeres y los días y si, pese a las circunstancias, seguiremos bebiendo como ahora, encontrándonos después de algunos meses todos juntos sólo para hablar de estupideces. Alcanzo a escuchar los primeros ruidos de la gente que madruga y dudo si fumar o no dentro de esta casa, me contengo y abro una lata más cuando recuerdo vagamente aquel cuerpo femenino.
    Susana, ¿se acordará de mí esta mañana? Pienso en ella en amaneceres como este, con una luz tenue que me despierta y una habitación en silencio en donde los párpados ajenos parecen contener todavía algunos sueños. Dudo de ello como de lo que hemos dejado detrás. Y ahora todo esto es lo mismo en resumen: una pendiente en la que me dirijo cuesta abajo a gran velocidad, un decline predefinido sobre un patín del diablo que me acelera y va alejándome de todos los que me rodean. Es el domingo, el regresar a casa para dormir hasta medio día, la televisión idiota que me distrae de las casi inexistentes intenciones de querer aprovechar el tiempo, es Susana misma, ignorándome de nuevo en el bar que frecuentábamos hace algunos meses. Desperdicio de querer seguir.
    Los he visto allí, mis amigos, los tipos con los que suelo compartir tragos de alcohol desde finales de la preparatoria. Comienzan a despertarse, modorros, alejados del montón de situaciones que hemos comentado y platicado entre cigarrillos y botellas, anulando los tapujos de sociedad en los que nos situamos y, mientras se tallan los ojos para partir, se dan cuenta de cómo me vuelvo a hundir entre los cojines del sillón para volver a dormir una hora más. 


martes, 21 de octubre de 2014

Clorfenamina compuesta

    Hace algunos minutos que me he percatado de la noche. Como en pocas ocasiones en lo que puedo destacar de los días, me agrada sorprenderme torpemente de lo repentino. Así de la nada, por algo tan natural como la perdida de la luz solar diaria, al punto de emitir una risa de ironía mientras mi mente, fluía por entre el sonido de la lluvia caer: una sonrisa de pendejo pintada y después el séquito de vacío con el que suelo acompañar las mismas noches.
    No hay ruido en la habitación y la luz artificial de sesenta watts apenas si logra alumbrar mis manos por encima de mi pecho, dejando semi descubierto el tacto de lo que a medias deduzco, un recuerdo incompleto por la efectividad del alcohol de aquella ocasión. Apenas si me acuerdo y no hay mucho qué destacar del momento y me lo digo ahora, sin saber por qué portar una gorra para el frío en mi habitación es una novedad y que, al instante mismo de querer emprender un tiempo de calma, la calma misma no tiene un fundamento necesario para empezarse.
    Sin más qué renegar, logro recordar la noche anterior. Había decidido dejar la lámpara encendida para no poder dormir, una condición que por simple que fuese me mantendría dando vueltas bajo las cobijas por al menos unas horas. Creo que funcionó pero no con el tiempo estimado dado que hoy me he despertado temprano. Pero, ¿de qué era todo aquello de lo que quería reflexionar?
    Por enésima vez, me recalco que ha pasado una semana desde que llegué a la ciudad, precisamente esta noche. Como cada que vuelvo a casa de mis padres, me pregunto sobre el ruido suburbano que embarra al vecindario y si algún día lo podré olvidar, sobre la brusquedad monótona de los días y el siempre reprimido intento de querer estallar para no volver a entrar de nuevo por esa ridícula puerta, todo a la par en la que me dejo caer sobre el sillón de la sala de estar para confortarme entre lo fácil y lo que está allí sin que algún valor moral me tenga alarmado. Contrariedad justa de la ingenuidad que vengo manejando.
    Aún tengo el olor a neumático usado del metro de la ciudad habitando en mi nariz. Logro descifrar el preámbulo estomacal que conlleva volver a rondar estaciones como Jamaica o Merced y sé que, dentro del vagón, he estado tan a salvo de mí mismo y la incertidumbre abierta de que el simple pensamiento que ahora transcribo no es más que un segundo de insensatez que brotó por inercia.
    Y de nuevo el sonido de la lluvia topando la azotea de mi recámara al tiempo en el que me creo pensando, transmitiendo el mensaje que he obtenido gracias a la luz de la lámpara encendida y un montón de despertares y dormitadas a inconsciencia, todo un racimo de ideas y pensamientos que se han esfumado sin pesares al levantarme el día de hoy.  





    

jueves, 16 de octubre de 2014

Por hondo que sea el mar profundo

    Hablar del DF es para mi un sinónimo de ausencia. He vuelto una vez más de la enorme ciudad y no había dejado de pisarla cuando el panorama ya pintaba, una vez más, ese fondo opaco y pesado en el que comienza la extrañez de sentirse así. Ausencia de la lejanía que conlleva el salir por los cielos de entre la monstruosas garras de la metrópoli como vil escape hacia el exilio, en una huida atroz y muchas veces incoherente en la que me he visto en múltiples ocasiones. A veces quisiera que fuese sólo de esta manera y torpemente me doy cuenta de lo contrario, mientras revivo imágenes que se suspenden por lo largo de momentos en los que habito de nuevo sus calles, fluyendo en silencio entre avenidas y monumentos, caricias y topes en seco en los que me muevo a reacción después de decisiones que duran un segundo y me echo a reír sin parar, alucinando por las miles de almas que se yuxtaponen hasta casi fundirse y saliéndome siempre a discreción con un silbido entre los labios. 
    Por otro lado, regresar hacia aquel lugar me hace experimentar una especie de amable bienvenida unida a una carga de ausencia todavía más aguda a las anteriores. Llegar es sentirme ausente de todo lo que no poseo, de lo que ya no es y de todas esas cosas que han quedado de lado a través, no del tiempo, sino de las mismas decisiones que anteriormente mencionaba. Caminar otra vez por su cuerpo legendario me renueva la culpa de haber caído bajo las leyes inmensas de un imán atrayente sobre cualquier indefenso y desgraciado hombre , una necesidad que ahora me brota y que no puedo dejar atrás tan fácilmente. 
    Y me engendra la ausencia, la falta de algo qué no sé qué es, la insistente privación de sentirme conmigo.