viernes, 31 de octubre de 2014

Cítricos

    Aún es octubre y tengo la esperanza de irme a la verga junto con él. Todavía estoy a tiempo de enlistar mis pocos tiliches necesarios para finiquitar esta serie de rumbos a los que me han traído mis decisiones y poder sonreír complacido; chiflar y maldecirlos a todos ustedes los que dejo de lado y ponerme los audífonos para darle ritmo al último de mis torpes bailes suena muy bien. Por ahora, admito que esta simple idea que ha llegado a mí después de disfrutar de dos naranjas y un tamarindo no ha sido más que una mierda que se contradice desde el instante mismo en que es ya tarde y me encuentro ridículamente enfundado de un burdo pijama azul celeste: malas ropas para la ocasión. Otra complicación elemental sería volver la vista hacia mi iPod y no poder elegir una canción para mi muerte, un triste hecho que tornaría toda la escena como lo patético en lo que puedo terminar en cualquier momento: alcanzado por un infarto mientras giraba el dedo gordo por el click wheel sin decidir un honorable soundtrack final para mi cierre total. A veces uno sólo quiere largarse a la jodida con la única intención de no tener que cargar un día más con toda esa tanda de idioteces de las que se suele responsabilizar y he aquí el origen de lo anterior. Y por qué tendría que cargar octubre conmigo y todas mis inseguridades si ningún mes anterior lo ha hecho, ¿a quién más puedo culpar? Que carajo.

    

jueves, 23 de octubre de 2014

Total interferencia

    Después de algunos minutos, he podido quitar mi vista de esa patética imagen en la que mis sucios calcetines ocupaban el panorama de toda mi atención vespertina. Me ha asaltado la indiferencia en un momento crucial del día y mi reacción accedió como un despojo de responsabilidades a diestra y siniestra: ese escape fácil fue no intervenir y situarme en posición fetal bajo el yugo de la mañana y la suave lluvia que aún se podía escuchar. Ahora es tarde y no ha cambiado mucho la vista, mantengo la habitación con una tenue penumbra en la que apenas alcanzo a distinguir la luz del medio día y los habituales ruidos de los coches pasando y los perros que ladran llegan como alarma por entre las cortinas. Estoy aquí cuando debería estar en otra parte, con otro porte, con los dedos secos sobre mi teclado y tragos secuenciales de café negro y agua para variar. Tal vez alguna sonrisa estúpida disimulada para alguna persona y, sobre todo, una energía absurda que me mantenga al pie de la letra en un cinismo occidental tolerable. Qué poca vergüenza tienen los hombres desolados.
    Hay un montón de pequeñas pedazos de basura aferrándose aún mis calcetines a estas alturas del día. Un bonche de suciedad en la que puedo expresar mi opinión hacia el mundo con tan sólo guiñar el ojo izquierdo, esto a la par en que bebo el tercer vaso de agua en lo que llevo despierto y pienso un poco en la última vez que vi la silueta de su cuerpo contrastándose con la luz de la ventana. Todas estas cosas vienen a mi mente basada en lo más reciente de mi haber, en un resultado de la propia subjetividad que dan los días y no es más que el racimo de conjeturas en las que me puedo expresar más allá de lo esencial. Creo en la simpleza destructiva de las mañanas, esa que no se anda con rodeos y aniquila en el momento exacto; sin embargo, es eso mismo lo que ahora me contrae precisamente esas imágenes en las que el pensamiento se ha quedado paralizado y los actos son la afirmación de lo básico. Ahora por ejemplo, tengo su parda espalda frente a mis ojos y lo ridículo de mi atuendo se compensa al despojar mi ineptitud elemental frente a otro cuerpo. El movimiento es calculador y de pronto el objetivo no pensado ya se ha añadido a mí.  Sigue siendo tarde para poder emprender algunas actividades que hubiesen sido mejor para realizarlas temprano y no tengo arrepentimiento alguno de desperdiciar mi tiempo, pero por otro lado, tengo la vista de la nula preocupación, aunado a un centenar de lazos que unir en esa espalda y una mañana que perdura aunque afuera ya casi se oculte el sol. 

martes, 21 de octubre de 2014

Clorfenamina compuesta

    Hace algunos minutos que me he percatado de la noche. Como en pocas ocasiones en lo que puedo destacar de los días, me agrada sorprenderme torpemente de lo repentino. Así de la nada, por algo tan natural como la perdida de la luz solar diaria, al punto de emitir una risa de ironía mientras mi mente, fluía por entre el sonido de la lluvia caer: una sonrisa de pendejo pintada y después el séquito de vacío con el que suelo acompañar las mismas noches.
    No hay ruido en la habitación y la luz artificial de sesenta watts apenas si logra alumbrar mis manos por encima de mi pecho, dejando semi descubierto el tacto de lo que a medias deduzco, un recuerdo incompleto por la efectividad del alcohol de aquella ocasión. Apenas si me acuerdo y no hay mucho qué destacar del momento y me lo digo ahora, sin saber por qué portar una gorra para el frío en mi habitación es una novedad y que, al instante mismo de querer emprender un tiempo de calma, la calma misma no tiene un fundamento necesario para empezarse.
    Sin más qué renegar, logro recordar la noche anterior. Había decidido dejar la lámpara encendida para no poder dormir, una condición que por simple que fuese me mantendría dando vueltas bajo las cobijas por al menos unas horas. Creo que funcionó pero no con el tiempo estimado dado que hoy me he despertado temprano. Pero, ¿de qué era todo aquello de lo que quería reflexionar?
    Por enésima vez, me recalco que ha pasado una semana desde que llegué a la ciudad, precisamente esta noche. Como cada que vuelvo a casa de mis padres, me pregunto sobre el ruido suburbano que embarra al vecindario y si algún día lo podré olvidar, sobre la brusquedad monótona de los días y el siempre reprimido intento de querer estallar para no volver a entrar de nuevo por esa ridícula puerta, todo a la par en la que me dejo caer sobre el sillón de la sala de estar para confortarme entre lo fácil y lo que está allí sin que algún valor moral me tenga alarmado. Contrariedad justa de la ingenuidad que vengo manejando.
    Aún tengo el olor a neumático usado del metro de la ciudad habitando en mi nariz. Logro descifrar el preámbulo estomacal que conlleva volver a rondar estaciones como Jamaica o Merced y sé que, dentro del vagón, he estado tan a salvo de mí mismo y la incertidumbre abierta de que el simple pensamiento que ahora transcribo no es más que un segundo de insensatez que brotó por inercia.
    Y de nuevo el sonido de la lluvia topando la azotea de mi recámara al tiempo en el que me creo pensando, transmitiendo el mensaje que he obtenido gracias a la luz de la lámpara encendida y un montón de despertares y dormitadas a inconsciencia, todo un racimo de ideas y pensamientos que se han esfumado sin pesares al levantarme el día de hoy.  





    

jueves, 16 de octubre de 2014

Por hondo que sea el mar profundo

    Hablar del DF es para mi un sinónimo de ausencia. He vuelto una vez más de la enorme ciudad y no había dejado de pisarla cuando el panorama ya pintaba, una vez más, ese fondo opaco y pesado en el que comienza la extrañez de sentirse así. Ausencia de la lejanía que conlleva el salir por los cielos de entre la monstruosas garras de la metrópoli como vil escape hacia el exilio, en una huida atroz y muchas veces incoherente en la que me he visto en múltiples ocasiones. A veces quisiera que fuese sólo de esta manera y torpemente me doy cuenta de lo contrario, mientras revivo imágenes que se suspenden por lo largo de momentos en los que habito de nuevo sus calles, fluyendo en silencio entre avenidas y monumentos, caricias y topes en seco en los que me muevo a reacción después de decisiones que duran un segundo y me echo a reír sin parar, alucinando por las miles de almas que se yuxtaponen hasta casi fundirse y saliéndome siempre a discreción con un silbido entre los labios. 
    Por otro lado, regresar hacia aquel lugar me hace experimentar una especie de amable bienvenida unida a una carga de ausencia todavía más aguda a las anteriores. Llegar es sentirme ausente de todo lo que no poseo, de lo que ya no es y de todas esas cosas que han quedado de lado a través, no del tiempo, sino de las mismas decisiones que anteriormente mencionaba. Caminar otra vez por su cuerpo legendario me renueva la culpa de haber caído bajo las leyes inmensas de un imán atrayente sobre cualquier indefenso y desgraciado hombre , una necesidad que ahora me brota y que no puedo dejar atrás tan fácilmente. 
    Y me engendra la ausencia, la falta de algo qué no sé qué es, la insistente privación de sentirme conmigo.