Me duele la cabeza. Me duele el cuello. Me duelen los ojos por estar todo el día en el trabajo y resolviendo los modernos problemas de los mexicanos, y todavía llego a casa queriendo escribir algo para el blog. Me duelen los pies de estar sentado y me duelen las nalgas por no caminar. No tengo un tema concreto del cual empezar a contar cierta historia y me da un no-sé-qué de que ella, ahorita, esté tomando con sus amigas mientras yo ni siquiera rellené mi bote de agua para acompañar el tabaco que me raspa en la garganta. Me duelen los aullidos que mi perra hace en las noches por extrañar a su hermana que acaba de morir y, mientras tecleo estas absurdas quejas que poco interesan inclusive a mi, me duele la dolencia misma de no valorar tanto quejido.
Mañana es viernes, viernes de salte-a-pasear-y-toma,toma-como-todos-los-universitarios-egresados-que-ya-tienen-dinero-para-seguir-bebiendo-a-placer-de-su-explotación-de-semana-inglesa. ¿Y qué hago entonces? Pues beber. Viernes de ir y hablar de cosas banales mientras los demás comparten sus logros laborales y sus aventuras de sexualidad, todo al momento en que río y pregunto cosas de las que siempre me acuerdo, porque siempre me acuerdo, incluso de los nombres que aún no he conocido, los de las pláticas, los de los otros que comparten su tiempo con mis amigos en cuestión y que poco me interesa conocer; pero es viernes. Viernes de puta madre y el coñazo del que nos toca burlarnos.
Me voy de fiesta entonces, no a las que siempre voy, a las que nunca estoy invitado y termino por corromper entre silencios bruscos y comentarios agresivos que se me salen de tanta discreción. No. Iré a alguna a la que me inviten, a alguna reunionsilla de intelectuales en donde compartir sus textos y sus ideales progresistas terminen por hacerme vomitar mientras bailo esa canción que nunca lograrán escuchar, una de esas que tanto se repiten en mi reproductor y que, si consultas en lastfm, soy yo el principal oyente, a lado de algún españolete o algún argentinillo porteño que seguro pasa de los cuarenta y cinco años.
Y bueno, sería mejor ignorar todo el primer párrafo porque la realidad es que no me duele nada, ni siquiera los pulmones cuando corro para tomar el camión de la mañana, ni la cabeza ni mi cuello, ni siquiera trabajar para resolver los problemas modernos de los mexicanos aunque, si hablamos de ignorar, sería mejor que vayamos ignorando todo lo que se expone en todas estas insignificantes palabras.
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