Apreciar el silencio que se produce tras dejar de lado su mirada suele
parecerme un martirio. Lo noto desde el momento en que desvío mi vista de sus
ojos, en el errático intento de no seguir en ese extraño y culpable gusto de
tenerle ahí e, inmediatamente, me orillo a desligarme: como un recién nacido que
depende de la madre para resplandecer en el confort, vuelvo hasta sus
labios.
¿Por qué volver al desdén del delirio? Aún no lo sé, como tampoco creo saber
resolver todo ese tipo de circunstancias en las que me encuentro al querer
ignorarle. Enfrentando ese lapso de tiempo en que nuestras bocas no producen
sonidos ni flujos de saliva, vuelvo a perder, una vez más, escapando de las
consecuencias que vendrán tras los actos impuros, efectuando la dicha penitencia
que me obliga a perder, a perderle. Tal vez uno de estos días, en los que no
haya nada más qué figurar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario