Ana había contado veintisiete días desde la última vez que pudo dormir más de cinco horas. No fue tanto que lo recordara como una manda o algo por el estilo, pero había descargado una aplicación para su celular inteligente que le ayudaba a restregárselo a diario. Algo estúpido en qué gastar su dinero virtual, como uno más de los nuevos adelantos tecnológicos a los que había decidido adentrarse, antes de tener que volver a ser asaltada en un teléfono público en pleno centro de la ciudad y en medio día: «chingas a tu madre».
Al siguiente día volvió a sonar la alerta que agregaba un día más de sueño perdido, mientras Ana devolvía una a una hasta el cajón las cartas que Miguel le había escrito todo un año y que, ante la enorme indiferencia de la chica, él nunca envió, hasta que un día las aventó por arriba del portón en un paquete que terminó rompiendo el rosal de su inconsolable madre, escribiendo en la superficie del paquete un Au revoir que Ana leyó con la sangre cuajada entre las piernas. Al igual que su falta de sueño, las palabras de Miguel se habían filtrado en la rutina de Ana como la lluvia de verano que llega e invade, ocupado el espacio sin pedir permiso o razón: omnipresentes en el sentido más estricto y cruel de la palabra.
Eran ya veintiocho, o más bien, se acababa el día veintiocho, ¿qué podría hacer? Además de haber descubierto que el vello de sus piernas crecía más rápido de lo que imaginaba, Ana sintió que el ruido de la sociedad que la abarcaba en el transporte público la mareaba más que el sonido del reggae, todo eso mientras encontraba las siluetas de distantes danzantes que penetraban su nublada vista estática que dirigía, cada vez más entrecerrada, como un cinescopio que envía la imagen a simple función. ¿Qué era lo que buscaba Miguel entremetiéndose en sus borrosas alucinaciones veraniegas? «Chingar».
Entre el horrible café del auto servicio de la mañana y los saludos hipócritas en la oficina al llegar y salir, Ana había vomitado al menos un par de veces. Sentía los pasos de Miguel bailando en su vientre, en su rostro, yendo y volviendo como para oscurecer más los moretones de la piel, que entre recuerdos vagos pensaba, era una de las fantasías más recurrentes del pobre chico, y que, como medida de reciprocidad Ana aceptaba. «¿Y por qué mierdas aceptaba eso?» se decía en la cabeza al son de un guapango en el viejo camión. «A la chingada. A la verga», retumbaban en su sienes casi llegando a saltar por la lengua, donde se detenían y que devolvían de nuevo al cuerpo de Ana base a un amargo trago de saliva y resignación.
Como de costumbre, había llegado por la leche y el pan que se supone comería en la mañana: mentira vil que cosechaba y terminaba adelantando para ese apetito de madrugada que le da a los desequilibrados (según ella misma se decía). Al entrar a su hogar lo primero que notó fueron las lágrimas que caían de su rostro, que entre los siete pasos que da del porche a la entrada principal habían brotado como instrucción: un proceso que le recordaba su monótona adolescencia. «¿Y qué voy a hacer ésta noche, seguir leyéndolo? Nada absolutamente nada» dijo a si misma mientras observaba las llaves del auto que nunca usaba. «Pinche idiota». Ana era la única de su familia que no usaba coche, tenía tanta basura en su cabeza que no podía meter cambios, según su propia descripción, pero esa noche Ana lo encendió, dejando de lado la comida que había que dejarle al perro, el pan y la leche en el sillón de su sala y las cartas de Miguel de nuevo en la cama, aunque, de todas maneras, sus palabras destructivas siguieran enterrándose y retoñando en la majestuosidad de su ansiedad femenina. «Púdrete, Miguel».