jueves, 30 de mayo de 2013

Ana ya te falló

    Ana había contado veintisiete días desde la última vez que pudo dormir más de cinco horas. No fue tanto que lo recordara como una manda o algo por el estilo, pero había descargado una aplicación para su celular inteligente que le ayudaba a restregárselo a diario. Algo estúpido en qué gastar su dinero virtual, como uno más de los nuevos adelantos tecnológicos a los que había decidido adentrarse, antes de tener que volver a ser asaltada en un teléfono público en pleno centro de la ciudad y en medio día: «chingas a tu madre».
    Al siguiente día volvió a sonar la alerta que agregaba un día más de sueño perdido, mientras Ana devolvía una a una hasta el cajón las cartas que Miguel le había escrito todo un año y que, ante la enorme indiferencia de la chica, él nunca envió, hasta que un día las aventó por arriba del portón en un paquete que terminó rompiendo el rosal de su inconsolable madre, escribiendo en la superficie del paquete un Au revoir que Ana leyó con la sangre cuajada entre las piernas. Al igual que su falta de sueño, las palabras de Miguel se habían filtrado en la rutina de Ana como la lluvia de verano que llega e invade, ocupado el espacio sin pedir permiso o razón: omnipresentes en el sentido más estricto y cruel de la palabra. 
    Eran ya veintiocho, o más bien, se acababa el día veintiocho, ¿qué podría hacer? Además de haber descubierto que el vello de sus piernas crecía más rápido de lo que imaginaba, Ana sintió que el ruido de la sociedad que la abarcaba en el transporte público la mareaba más que el sonido del reggae, todo eso mientras encontraba las siluetas de distantes danzantes que penetraban su nublada vista estática que dirigía, cada vez más entrecerrada, como un cinescopio que envía la imagen a simple función. ¿Qué era lo que buscaba Miguel entremetiéndose en sus borrosas alucinaciones veraniegas? «Chingar». 
    Entre el horrible café del auto servicio de la mañana y los saludos hipócritas en la oficina al llegar y salir, Ana había vomitado al menos un par de veces. Sentía los pasos de Miguel bailando en su vientre, en su rostro, yendo y volviendo como para oscurecer más los moretones de la piel, que entre recuerdos vagos pensaba, era una de las fantasías más recurrentes del pobre chico, y que, como medida de reciprocidad Ana aceptaba. «¿Y por qué mierdas aceptaba eso?» se decía en la cabeza al son de un guapango en el viejo camión. «A la chingada. A la verga», retumbaban en su sienes casi llegando a saltar por la lengua, donde se detenían y que devolvían de nuevo al cuerpo de Ana base a un amargo trago de saliva y resignación.
    Como de costumbre, había llegado por la leche y el pan que se supone comería en la mañana: mentira vil que cosechaba y terminaba adelantando para ese apetito de madrugada que le da a los desequilibrados (según ella misma se decía). Al entrar a su hogar lo primero que notó fueron las lágrimas que caían de su rostro, que entre los siete pasos que da del porche a la entrada principal habían brotado como instrucción: un proceso que le recordaba su monótona adolescencia. «¿Y qué voy a hacer ésta noche, seguir leyéndolo? Nada absolutamente nada» dijo a si misma mientras observaba las llaves del auto que nunca usaba. «Pinche idiota». Ana era la única de su familia que no usaba coche, tenía tanta basura en su cabeza que no podía meter cambios, según su propia descripción, pero esa noche Ana lo encendió, dejando de lado la comida que había que dejarle al perro, el pan y la leche en el sillón de su sala y las cartas de Miguel de nuevo en la cama, aunque, de todas maneras, sus palabras destructivas siguieran enterrándose y retoñando en la majestuosidad de su ansiedad femenina. «Púdrete, Miguel».

sábado, 25 de mayo de 2013

Salto del Agua

    Teníamos que llegar al hostal más o menos a las dos y media, cosa que no sucedió. Entre el desconcierto de saber si habíamos tomado la ruta correcta y el tumulto de gente que se empeñaba en hacernos parte del montón, la mirada dibujada en mi rostro que alcancé a observar en uno de los pequeños retrovisores del trolebús— reflejaba esa respuesta de un viejo añoro de lo que se puede nombrar como recuerdo nostálgico. Esa y otro tipo de reacciones son las cosas que me gusta sentir cuando me descubro presa de mis propias incertidumbres, las cuales, ensimismadas una a una, absorben lo que uno necesita para poder sonreír. Había calor y era lo de menos, cosa que los capitalinos no compartían con mi atuendo enteramente negro: pulcro y contrastante y sin una gota de sudor en la frente, lo cual me invitaba a revelarme como extraño y llamativo, como uno más de los desconocidos que pasan en la enorme ciudad. 
    Conocía de antemano que el día iba a ser largo, lo había sido desde el principio sin falta, con una puntualidad alemana retando al pobre mexicano pesimista. Entonces, me encuentro frente al viejo edificio de la epifanía decembrina, quien me lanza a montones el centenar de pensamientos que habían cruzado por mi cabeza aquella noche, una noche importantísima para determinar el porqué del regreso, un punto clave sobre la decisión de haber tomado el camino en zig-zag que ahora habito. Es increíble la forma en que uno vuelve a tener pensamientos pasados por más inverosímiles que fuesen, como el hecho de haber querido largarme justo en el momento en que bajé solo del edificio, acercarme a las argentinas borrachas que se hospedaban en el mismo hostal, quienes se encontraban comprando cervezas delante de mi en la fila del Mambo y cómo deseé poseerlas, una a una, mientras todo lo demás terminaba mandándolo al carajo de una forma más victoriosa, al menos para mi y el mes que oscilaba pendiente, entre las crecientes perversiones lascivas que me iban tomando y lo que en verdad sucedió. 
    Pero era inútil volver a pensar en todo ello, al menos, en el punto de vista que quisiera tener. Todo lo había tomado sin arrepentimiento y una vez más me encontraba tras las cámaras de lo que había sido la grabación de diciembre: un idiota con un saco ridículo caminando por el Eje Central hasta Río de la Loza a altas horas de la noche, todo por buscar la negación natural del roce humano, la simulación del placer: imágenes de un documental de prevención sexual para las secundarias públicas modernas. «¿Y entonces, qué pensabas?». Pensaba en la inconformidad de mis actos, la peligrosa altura que poseía en aquellos días y las miseras ganas de seguir subiendo. La dramática respuesta de un hombre pequeño. Pero regresé.
    De todas formas volvía a donde mismo, decidido a empalmar otro recuerdo para amortiguar el anterior, todo como una de esas respuestas que llegan en caliente a la cabeza y se aferran aunque sepas después del análisis que no es lo mejor. «¿Qué más da?», ultimadamente ya estaba ahí y por ahora sólo faltaba respirar de nuevo ese aire húmedo de edificio colonial que había decidido volver. En estos momentos visualizo la imagen de lo que vi aquella tarde: un resplandor difuso que se colaba por entre las cortinas, un trazo de rayos solares tenues que conformaban el camino hacía la ventana, una imagen necesaria para adueñarse del fino instante que intentaba formar, entre el eco de mi voz que exploraba la vacía habitación que nos entregaban y la respuesta de Óscar desde la puerta. 
    Al siguiente día desperté con la mente en blanco. Con los sonidos de los autos yendo de aquí para allá, uno se percata de cómo es posible olvidarse de todo por un momento, ser víctima del ritual que se ofrece día a día en las calles de la metrópoli sin oposición alguna, siempre doblando las manos sin siquiera percatarse de que la masa citadina se ha adueñado de tu horrenda individualidad. Las preguntas que no cuestionas y la lógica excluida son ahora el relleno cerebral: un requisito al vaivén del flujo elemental de la otredad capitalina, una necesidad que vas y alimentas, acercando tu rostro a la ventana, al balcón, mientras el sol apenas se distingue y las hormigas defeñas abundan en todo el firmamento. «¿Qué es todo esto?», nada más de lo que pudo haber sucedido en otra circunstancias, nada nuevo que sobre poner a la mentira misma, a la verdad inmadura que creemos y tomamos como hecho y que, mientras yo me encontraba observando aquella fuente del Salto del Agua, alterado por esa serie de hechos místicos y grotescos, nunca llegaría a sospechar que fuese sólo una replica de la original. 

 

sábado, 18 de mayo de 2013

He estado escuchando mucho a Rodríguez

I
   Entre el montón de días que han pasado desde mi última entrada puedo enumerar un montón de cosas que me han pasado y bueno, tampoco lo voy a hacer. Más bien, me limitaré a decir que estoy bien, que no hay nada externo que me esté chingando justo ahora, sólo, tal vez, el hecho de tener que empezar a mandar currículums a diestra y siniestra. Puedo decir que entre los días lluviosos, días soleados, días regios y días chilangos, el estrés que tanto cargaba en la espalda se disminuyó como se esfuma el humo de la boca al entorno. Han sido varias las circunstancias que me han tenido de una u otra manera, han sido suficientes cambios de rutina en una semana como para recordar cuál era la dicha rutina. Eso ahora poco importa, más bien, se traspapela, se vuelve un acto de querer-saber-que-ningún-día-será-igual, empezar a decirme frente al espejo que soy lo que queda y lo que tengo que aprovechar. Amor a estar solo, amor a no sentirme a estar solo, amor a querer mandar todo a la chingada sin mandarme siempre a mi primero. ¿Entonces, cómo?
 II
    Cada que viajo al DF me siento como si volviera a la casa de mi abuela o algo parecido. Caminar por las enormes calles atascadas de gente y comercio en las aceras me hace sentir un poco en casa, o como se le pueda decir, algo así como llegar a un lugar en donde sabes que te sientes a gusto. Y no es que lo pasado no signifique nada para mi como para negar viajar allá, porque, como con muchos lugares de mi ciudad, tengo que verlos, estar frente a ellos y saber y entender que, aunque estén llenos de recuerdos y riqueza de ayer, no puedo bloquearme más, no de esa forma. El lugar está ahí, invitándome y abrazándome con su presencia, diciendo a cada segundo que no puedo vivir sólo una historia, que entre historias, me sabré perder. Abro la llave del lavabo y me enjuago la cara como un signo de hacerme sentir ahí justo ahora, sin un fin sino, más bien, como un estado puro de estabilidad y tranquilidad en donde la joroba del estrés desaparece. Y estás ahí siempre, siempre, aunque parezca lo contrario, aunque parezca que nunca te vi o te hablé, estás ahí como la primera referencia de lo que sé de la ciudad o lo que sabía. Te sabía. 
III
    Entre tanto desmadre que puedo citar, cabe recalcar que sigo siendo un dramático de mierda. Me inventé una historia muy a la Allen-Godard-Kubrick (Manhattan-Pierrot, Le Fou-Eyes wide whut) en donde yo estaba en Monterrey para mis padres y en realidad andaba en el DF. Los que conocen la historia me juzgaron de mal hijo, de moderno romántico, de hijo-de-la-verga. Los que no la conocen no la sabrán, a menos, de que me inviten una cerveza y quieran escuchar la historia más patética que he inventado últimamente, todo en una caminata del baño a la cocina.

lunes, 13 de mayo de 2013

Ayer tampoco sabíamos bailar III (Mestizo de mierda)

    No sé qué escribir, no tengo ganas de nada. No tengo ideas, no tengo la claridad enfocada en ningún tema en particular. Levanto la cabeza y cada palabra que pienso escribir se vuelve la perdida de lo ocurrido, el pequeño signo de originalidad efímero se vuelve casi inexistente, indescifrable. Tal vez debería dejar de leer estos libros. Lo dudo.
    Sin poder disfrutar nuevamente de los días lluviosos, me encuentro encerrado en casa, con los cuidados de mi padre, con un tiempo muy reducido para mis cosas, mis-pinches-cosas, con la escuela que me urge liberar y con unas pinches ganas de repartir putazos. Quién sabe, a lo mejor con eso se me va el estrés. Por ahora mi esperanza radica en los días soleados, con una luz que me deslumbre y me invite a caminar y sudar toda esta calamidad que, aún, me engendra.
    El martes me voy a desaparecer un día. Fin del comunicado. Tuc-tuc-tuc...

viernes, 10 de mayo de 2013

Ayer tampoco sabíamos bailar II

    Apago la bocina y su música para dejarle todo el espacio habitacional de mi mente a tu voz. Ni Elmo Hope me salva de estas noches, carajo. Abro los brazos y me dejo tumbar. En cierto modo, el simple hecho de cerrar un libro, de darle stop al reproductor, de aplastar el cigarrillo a medio fumar y tronar los dedos de mis pies, en ese orden, reflejan el nerviosísmo y la ansiedad de aceptar derrota. Tu voz. No la tuya, no la de ella, la que piensas probablemente, o las que no conoces, sino de la que quedó tras de todas: la ciudad. Más bien: su voz. La voz que carcome todo ese racimo de pensamientos que engendré a lo largo de la jornada, desde el momento de despertar a duras penas y saludar a mi padre, hasta el lapso incomodo de sacarle de nuevo la vuelta al cuaderno esta misma noche. 
    Son bastante los recuerdos que uno va aprendiendo a llevar de la mano como para continuar arruinándolos y, entre el montón de personas que me rozan en el transporte y los pequeños y jodidos detalles que nos da el porvenir, sigo en el camino del «bueno-mañana-tendrá-que-ser-mejor-sino-jodo-a-Spinetta». Estoy leyendo tres libros a la vez: dos ensayos muy flojos y una novela que me está haciendo desfasar a los anteriores, lo cual, me remite a momentos en los que el sonido citadino se vuelve el verdadero soundtrack de lo que acontece, como siempre, en esas buenas páginas que uno va dejando pendientes hasta que se acuerda que están ahí, como los recuerdos que se embarran en ciertos lugares de la ciudad y que de nada sirve erradicar.
     Apago la bocina y de paso voy por la computadora, dejando que la tranquila noche y sus llantos de rastro de civilización, aún en proceso, se encarguen de las palabras que siguen, de las que no se leen: el puñado de trazos que se adornan en un paisaje abstracto y absurdo del cual me sostengo. Eco.
    Y (siempre es) hoy, como ayer, como Cerati lo dijo, seguiré aquí/allá, bajo esa orquesta de efectos sonoros que tanto dejamos de lado y que, en noches como esta, terminan arrullándome de nuevo. Chau.
   

jueves, 2 de mayo de 2013

Ayer tampoco sabíamos bailar I

  • - Hache: ¿Sos activo o pasivo?
  • - Dante: Esas cosas a ti no te importan. No seas indiscreto.
  • - Hache: Desde chico, desde que más o menos supe que eras gay o algo así siempre quise saberlo. Pero si te importa, no me lo digas.
  • - Dante: Cuando un hombre se mete en la cama con otro hombre para hacer el amor es igual que con una mujer: haces todo lo que te da placer: haces… y dejas hacer.
  • - Hache: ¿Te gustan más los hombres que las mujeres?
  • - Dante: ¿En general dices? No. De qué sexo sean en realidad me da igual, es lo que menos me importa. Me puede gustar un hombre tanto como una mujer. El placer no está en follar. Es igual que con las drogas. A mí no me atrae un buen culo, un par de tetas o una polla así de gorda; bueno…, no es que no me atraigan, claro que me atraen, ¡me encantan! Pero no me seducen, me seducen las mentes, me seduce la inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve que vale la pena conocer. Conocer, poseer, dominar, admirar. La mente, Hache, yo hago el amor con las mentes. Hay que follarse a las mentes.