Teníamos que llegar al hostal más o menos a las dos y media, cosa que no sucedió. Entre el desconcierto de saber si habíamos tomado la ruta correcta y el tumulto de gente que se empeñaba en hacernos parte del montón, la mirada dibujada en mi rostro —que alcancé a observar en uno de los pequeños retrovisores del trolebús— reflejaba esa respuesta de un viejo añoro de lo que se puede nombrar como recuerdo nostálgico. Esa y otro tipo de reacciones son las cosas que me gusta sentir cuando me descubro presa de mis propias incertidumbres, las cuales, ensimismadas una a una, absorben lo que uno necesita para poder sonreír. Había calor y era lo de menos, cosa que los capitalinos no compartían con mi atuendo enteramente negro: pulcro y contrastante y sin una gota de sudor en la frente, lo cual me invitaba a revelarme como extraño y llamativo, como uno más de los desconocidos que pasan en la enorme ciudad.
Conocía de antemano que el día iba a ser largo, lo había sido desde el principio sin falta, con una puntualidad alemana retando al pobre mexicano pesimista. Entonces, me encuentro frente al viejo edificio de la epifanía decembrina, quien me lanza a montones el centenar de pensamientos que habían cruzado por mi cabeza aquella noche, una noche importantísima para determinar el porqué del regreso, un punto clave sobre la decisión de haber tomado el camino en zig-zag que ahora habito. Es increíble la forma en que uno vuelve a tener pensamientos pasados por más inverosímiles que fuesen, como el hecho de haber querido largarme justo en el momento en que bajé solo del edificio, acercarme a las argentinas borrachas que se hospedaban en el mismo hostal, quienes se encontraban comprando cervezas delante de mi en la fila del Mambo y cómo deseé poseerlas, una a una, mientras todo lo demás terminaba mandándolo al carajo de una forma más victoriosa, al menos para mi y el mes que oscilaba pendiente, entre las crecientes perversiones lascivas que me iban tomando y lo que en verdad sucedió.
Pero era inútil volver a pensar en todo ello, al menos, en el punto de vista que quisiera tener. Todo lo había tomado sin arrepentimiento y una vez más me encontraba tras las cámaras de lo que había sido la grabación de diciembre: un idiota con un saco ridículo caminando por el Eje Central hasta Río de la Loza a altas horas de la noche, todo por buscar la negación natural del roce humano, la simulación del placer: imágenes de un documental de prevención sexual para las secundarias públicas modernas. «¿Y entonces, qué pensabas?». Pensaba en la inconformidad de mis actos, la peligrosa altura que poseía en aquellos días y las miseras ganas de seguir subiendo. La dramática respuesta de un hombre pequeño. Pero regresé.
De todas formas volvía a donde mismo, decidido a empalmar otro recuerdo para amortiguar el anterior, todo como una de esas respuestas que llegan en caliente a la cabeza y se aferran aunque sepas después del análisis que no es lo mejor. «¿Qué más da?», ultimadamente ya estaba ahí y por ahora sólo faltaba respirar de nuevo ese aire húmedo de edificio colonial que había decidido volver. En estos momentos visualizo la imagen de lo que vi aquella tarde: un resplandor difuso que se colaba por entre las cortinas, un trazo de rayos solares tenues que conformaban el camino hacía la ventana, una imagen necesaria para adueñarse del fino instante que intentaba formar, entre el eco de mi voz que exploraba la vacía habitación que nos entregaban y la respuesta de Óscar desde la puerta.
Al siguiente día desperté con la mente en blanco. Con los sonidos de los autos yendo de aquí para allá, uno se percata de cómo es posible olvidarse de todo por un momento, ser víctima del ritual que se ofrece día a día en las calles de la metrópoli sin oposición alguna, siempre doblando las manos sin siquiera percatarse de que la masa citadina se ha adueñado de tu horrenda individualidad. Las preguntas que no cuestionas y la lógica excluida son ahora el relleno cerebral: un requisito al vaivén del flujo elemental de la otredad capitalina, una necesidad que vas y alimentas, acercando tu rostro a la ventana, al balcón, mientras el sol apenas se distingue y las hormigas defeñas abundan en todo el firmamento. «¿Qué es todo esto?», nada más de lo que pudo haber sucedido en otra circunstancias, nada nuevo que sobre poner a la mentira misma, a la verdad inmadura que creemos y tomamos como hecho y que, mientras yo me encontraba observando aquella fuente del Salto del Agua, alterado por esa serie de hechos místicos y grotescos, nunca llegaría a sospechar que fuese sólo una replica de la original.
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