Como
lo había estado advirtiendo cada día, Alberto seguía pensando lo mismo desde
aquella vez en que la palabra fucsia entró en su cabeza. Lo ha considerado
brevemente antes de llegar a anotarlo en algún cuaderno, por ahora poco se limita
a decir con respecto a lo que dijo ayer, pero vuelve al mismo pensamiento desde
un ángulo más refinado, pasando por el carisma que tiene el color en éste país
y la singularidad que a Cecilia le añade, cada que se pone ese suéter o cada
vez que se daba cuenta de sus tiernas miradas, como si mirara a alguien más,
como si observara el último detalle de sus cejas: mini monólogos a mediodía en
donde la ansiedad de Alberto llega a su esplendor y el momento de sentarse
frente a ella para regresar a la idea.
Fucsia o rojo fucsia (de Fuchs,
Leonhart, médico y botánico alemán,
1501–1566) es un color rojo purpúreo intenso
cuya inspiración originaria es la coloración de los sépalos de
las flores del arbusto Fuchsia magellanica, llamado fucsia, chilco y
aljaba, entre otros nombres. A pesar de que este color tiene un referente
específico —la coloración de los sépalos de la fucsia—, en el uso corriente no
se encuentra definido, por lo que su representación puede tener variaciones. En México se
lo identifica con el rosa mexicano.
El color fucsia está comprendido en los acervos iconolingüísticos tradicionales de
las culturas de América central y meridional,
y de Europa.
Tras
haber leído esto en la Wikipedia, Alberto cometía el error de voltearla a ver,
sintiendo esa necedad de respuesta que dejaba muy atrás la necesidad que
originalmente pensaba, esperando a que los labios delgados de Cecilia se entre
abrieran un poco. Volteaba la cabeza siempre de la misma forma, tratando no de
añadirle ese toque que sabía tenía pero que, en cuestiones estrictamente
profesionales, le había funcionado tan bien para exasperar a algunos compañeros
de trabajo. Cecilia nunca había llegado a tomar eso como una presión y, al
contrario, lo encontraba encantador, delicado y provocante, razón para sentirse
alagada a la hora de preguntarse porque vivía ahora con él.
—Estás
esperando a que diga lo que no voy a decir —dijo Cecilia hojeando el libro que
acababa de comprar el día anterior (era un buen libro, el que quería y esperaba
que Alberto le regalara pero que había tenido que comprar ella misma).
—Más
bien esperaba un tono de voz más agresivo, dadas las circunstancias —dijo
Alberto. Aún sigo esperando que me reproches lo del libro, no has dejado de
hojearlo en toda la mañana y digo hojeando porque sé que tienes seis o siete
libros pendientes y no lo vas a empezar, no ahora.
—No
voy a hablar de eso ahora, Alberto —respondió Cecilia. Además, creo que ya sé a
qué quieres llegar con todo esto.
—No
en verdad, ya sabes cómo es esto del internet, empiezas leyendo las noticias y
terminas en alguna página rusa o del cáucaso en su defecto, noticias o porn
sites —dijo Alberto mientras ponía sus gafas en la mesa.
—Es
una lástima que no seas cáncer, Alberto —decía Cecilia en su terquedad con el
libro.
—Nunca
me gustó el término rosa mexicano —dijo Alberto, como dormido, después de
tallarse los ojos y haber esperado otra cosa más de la boca de Cecilia. No se
trata de ser malinchista, pero me gusta más el termino fucsia o “fiucha”.
—“Fiushia”,
dicen los chilenos —respondía Cecilia a reacción—. Muy siúticos ellos, como
Ale, tu chilena querida.
—La
chilena. No puedo imaginarla sin su acento que resalta entre nosotros, ni
siquiera hablando bajito se le disimulaba. Recuerdo la vez en que comimos en
casa de Rolando y sus padres sonreían cada que se emocionaba contando alguna
anécdota. Desgraciados pueblerinos, buena gente ellos.
Cecilia había terminado de alistar sus cosas y esperaba lentamente a que
llegara la hora de irse a su trabajo. Entraba más tarde de lo habitual cada
miércoles, día en que hablaba con su madre para cumplir sus caprichos como
última responsabilidad de hija menor.
Dejando de lado el intento de conversación que había intentado, Alberto
pensaba en las cosas que siempre le salían mal hablando de Cecilia, esos
intentos que se quedaban en un péndulo de buenas intenciones siempre golpeaban
su autoestima de la misma forma en que lo decepcionaban sus amigos más
cercanos: falta de felicidad o perdida de lo que tanto había disfrutado algún
día. Iba por la vida rayando paredes de una habitación mental en la que
dibujaba una raya cada vez que se sentía decepcionado, triste o simplemente
fuera de lugar, esperando el día en que la habitación estuviera completamente
llena o que, alguna raya, una sola raya se coloreara de un distinto color.
—Deberíamos
organizar una fiesta de fucsia —dijo Alberto— donde todos utilicen una prenda
fucsia, visible obviamente.
—Ya
fuimos a una fiesta así Alberto, ¿no recuerdas la vez que mi hermana organizó
una fiesta en donde todos los invitados íbamos de rojo? Ni si quiera recuerdo
por qué —dijo Cecilia cerrando su mochila ya para salir. No creo que se te
olvide, fue de las primeras veces que nos vimos.
— ¿Y,
cómo olvidarlo? Te veías hermosa, sólo que la fiesta estaba horrible —respondía
Alberto mirando como Cecilia se alistaba frente al pequeño espejo cerca de la
puerta principal.
—Espantosa
—reprochó Cecilia. Me tengo que ir cariño, hoy comes en casa.
—Chau,
guapa —se despedía Alberto sin respuesta.
«Fucsia» fue la denominación original de la fucsina, colorante artificial
descubierto en 1858, que sobre lana y seda daba un color similar al de las flores de la fucsia;
pero en poco tiempo el nombre fue reemplazado por «magenta»
en alusión a la sangre derramada en la batalla de Magenta, ocurrida en la localidad lombardo-véneta de Magenta, en Italia.
Actualmente magenta y fucsia siguen
siendo utilizados como sinónimos.
Había tan pocos enlaces que hablaran del color fucsia en la primera hoja
del buscador que hacían pensar a Alberto en una nueva raya. Todo lo demás lo
ocupaban sitios de moda, sitios femeninos, sitios magazine de belleza, sitios enciclopedia
que se limitaban a descripciones de diez palabras, restaurantes europeos, calzado
femenino: una razón de que el color poco tenía de relevancia. Sin embargo Alberto
se preocupaba en pensar de nuevo en aquel día, de cómo el desempleo lo había
sumido a vagar por la ciudad mientras su mujer se encontraba trabajando y todas
esas comidas que tenía que hacer solo. Por ahora el desempleo le sentaba bien
para aclarar unas ideas pero, poco a poco, otras se le iban metiendo a la
cabeza como gusanos que se aferran en la manzana de caricatura y eso no lo
tenía estable.
Cerró
su computadora para levantarse y estirarse después de haber permanecido leyendo
cerca de dos horas. Le hacía falta caminar y decidió andar hasta el restaurante
del centro en donde a veces comía con Cecilia. Se ponía su chamarra canadiense
mientras cerraba la puerta principal de su casa con llave, siempre mirando
hacia el lado derecho como mera costumbre de su vieja casa de barrio y
aprovechando para ver si andaba por ahí su vecina.
Fucsia,
fucsia, el color de su suéter, fucsia. ¿Qué tenía de encantador ese suéter que
tanto amaba verle? ¿Lo llamativo hacia la pupila, el contraste que daba con su
piel? Esas eras las respuestas que se le venían a la mente o las preguntas que
le hacía a la muerte en su habitación rayada, mientras doblaba la esquina de la
calle del restaurante. Habría que preguntarles a aquellos hombres que también
tenían ese efecto con Cecilia. Lástima que es miércoles, se decía amargado
Alberto, pensando que si fuera martes podría encontrar a Cecilia y al rubio con
el que comía en esos días en el restaurante de los cafés expresos.
Los
había visto un mes antes un día en que, por casualidad, Alberto entraba al
lugar sin saber que Cecilia y el hombre rubio se encontraban ahí. Aquella vez
había decidido sentarse sin prestarles mucha atención, lo cual se desbordó
cuando notó que el rubio no paraba de tocarle las mejillas y hacerla reír, mientras
ella se encontraba despampanante y, extrañamente, portando ese suéter fucsia
que nuevo no era. El hombre rubio era más joven que ella y por ende que
Alberto, más alto y encantador. Lo conocía, trabajaba con Cecilia desde hace
dos años y nunca le había preocupado hasta esa ocasión, era un mocoso
pretencioso que se refugiaba en las debilidades infantiles de Cecilia que tanto
se dejaban percibir por ese maldito suéter.
También la había encontrado en el restaurante de comida china al que
iban juntos los sábados, sólo que, esa vez fue un viernes y Alberto había
optado por comer ahí para negarse al día siguiente sin pensar que, Cecilia ya
se encontraba ahí pero ahora con otro hombre, con Germán, uno de sus amigos más
cercanos. Lo más extraño de esa ocasión es que había sido menos sorpresiva su
reacción, sabía que Germán la había pretendido antes que él y lo entendía,
sabía que todavía existía esa atracción entre ellos dos. Alberto gustaba de
comer en ese lugar no por la calidad de la comida, sino porque el dueño, un
chino que rondaba los sesenta años era un gran fan de los Beatles y éstos
ambientaban el restaurante.
Como otros miles de hombres en la tierra, Alberto había sido encantado
de mala forma por una canción del cuarteto,
sonaba en aquella ocasión «I saw her standing there». Casualidad,
jodida casualidad la de la vida, pensaba Alberto. La miraba, la miraba ahí, no
con diecisiete años pero con una actitud tan infantil como podía, haciendo un
uso malévolo de esa canción tan pegajosa del Please please me. «She wouldn´t
dance with another» decía McCartney y Alberto sólo podía pensar en que sí, en
que Cecilia iba a bailar, a bailar con Germán o con el rubio o con él, y que
tal vez mañana no usaría su suéter fucsia en casa y sólo afuera, donde los
hombres caerían a sus pies a invitarla a comer o a bailar y no a escuchar
pasajes de libros torpes y artículos de internet irrelevantes.
De
buena suerte, al llegar al restaurante lo encontraba vacío, vació sin Cecilia
lo cual lo dejaba con un buen sabor de boca sin haber probado bocado.
Tras haberse acostado cerca de medianoche sin saber dónde se encontraba
Cecilia, Alberto se había quedado dormido vestido, con el control remoto del
televisor en la mano y las gafas puestas. Había regresado aproximadamente a la
hora de la siesta esa tarde, optando por continuar su lectura y después
escuchar uno de esos tantos discos que ama escuchar cuando Cecilia estaba fuera
de su casa, así había consumado uno más de sus días mientras llevaba la duda de
un lugar a otro, balanceo tras balanceo, pensamiento y rodeo que llenaban su
cabeza de una inconclusa noción.
Cecilia había llegado pasando las cuatro de la madrugada, un tanto ebria
y muy cansada con un olor inconfundible de los cigarrillos baratos que
consumía. Alberto la había escuchado entrar, con ese disimulo errante que tanto
la caracterizaba y con esos ruiditos que cometía mientras subía la escalera,
hermosura de mujer: desmadre de sus amores. Tras desvestirse torpemente, se
acostaba junto a Alberto mientras este la abrazaba lentamente, más dormido que
despierto y Cecilia respondía con uno de esos besos en la frente que tanto lo
desconcertaba. Ahí se encontraba Alberto, hombre nacido bajo el signo de
Piscis, quien se disponía a besarla toda la noche sin que nada importara, sin
que ella se preocupara porque estaba ahí mismo, junto a él, bajo el techo que
ahora era más suyo que de ella y que los observaba y reaccionaba con un crujido
de vez en cuando, tras cinco o siete besos en la nuca, presenciando como Alberto
escribía con su dedo índice una y otra vez en la espalda de Cecilia: «I saw
her standing there», siempre con tinta fucsia imaginaria.
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