Quise voltear a ver el mundo y te vi. Era de suponer que encontraría algo hermoso entre todo ese destrozo que se llama vida, sí. Te vi: Cegada entre amapolas y deseosa de caricias con aromas y un poco más, un latido más que te enviase la respuesta que buscabas entre risas y olas, entre tanto cuchicheo capital.
Quise saludarte aquella tarde y tú a mí. Había pasado algo entre los sonetos que yo vomitaba y pastillas que tragabas, un momento de reserva que se anteponía a mis manifiestos en las nuevas revistas y a las sillas en las que llorabas, un saludo que era la unión de dos iguales sinfonías.
Quise alcanzarte y me fui. Viaje hasta la vieja ciudad colonial para encontrarme con la chica de la mirada penetrante, la que salía a capturar momentos con la más ambiciosa intención. Viajé, fumé, llegué, fumé, esperé y esperé en la ansiedad y la tensión. El momento más extenso era también el más intenso: todo con la urgente necesidad de amarte.
Quise tranquilizarme y el tiempo era un infinito abismo de ansiedad. Llegabas tarde y la cajetilla no tardaba en llegar hasta el final, pero el final no figuraba aún, era el comienzo, el seguimiento del comienzo que apenas empezaba a figurar.
Quise y lo hice: pensé que no llegaría, que se largaría toda intención con un mensaje de texto, sin un solo beso, sin una jodida oportunidad de mostrarte todo lo que en mí cabía. La ansiedad ha sido siempre prefabricada, consolidada y ejecutada para mi malestar y ésta claramente podría ser la más delicada: el producto del silencio.
Quise voltear a ver el mundo y te vi. Era de suponer que encontraría algo hermoso entre todo ese destrozo que se llama vida, sí. Te vi: Llena de maletas y de un gran retraso, en tu boca una paleta y en mi pensamiento un tímido abrazo, era lo que pasaba pero no sólo eso. Pasaba que llegabas, que me saludabas y me encontrabas fuera de lugar, fuera de foco. Intentabas disculparte mientras yo te perdonaba y callaba, a la vez, con un solo beso.
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