miércoles, 11 de junio de 2014

Runrún de verano

    Al fin ha llegado el calor infernal regiomontano en todo su esplendor. «Y eso qué todavía no es canícula», alcanzo a escuchar ciertas personas, persistentes y familiarizadas con el amarillo sol y el bochorno que logra escabullirse hasta el mismísimo ojete. Así es junio, siempre con este toque ambiguo de la llegada del verano y otro cumpleaños; el mes de mi nacimiento me es el menos preferido: entre sudor en los brazos e invitaciones de cumpleaños de tantas personas que andan por ahí sólo queda pensar en la oda de verano al estilo americano.
    Por ahora el entorno parece estarse tranquilizando. El trabajo ha estado estable, mi vieja camioneta sigue funcionando sin mermas cada día, en casa todo parece estar bien mientras aporte dinero, a ella le dejo de lado poco a poco y por ahora se ha decidido en probar nuevas bocas. Mientras tanto,  dejo un tanto pasar el tiempo, me desconcentro en ningún plan tan concreto que todo puede ser ya obra del azar, de las decisiones-del-momento y una pizca de la suerte que puede llegar a caer en cualquier instante. La verdad es que la mayor parte del tiempo he llegado a estar en ese punto, en el preámbulo de no saber qué viene y qué va, quiénes vienen y quiénes se van, qué camino tomar y de cuál tengo que regresarme.  
    En este momento la reflexión puede quedarse un poco fuera de foco. Puedo prescindir de ello por ahora, en una etapa en la que voy fluyendo como escupitajo hacia el suelo ardiente, directo hacia algo inevitable que para nada se puede rechazar, que nada se puede hacer, sólo entregarse a la idea de la desmaterialización entre el trayecto y la meta y la incertidumbre de lo que ambos abarcan y significan. La temática es simple y la idealización es aberrante. Es la manera de ver las cosas lo que me ha metido en los últimos embrollos y es la rápida manera de desaparecer de ellos lo que me mantiene ahora más tranquilo, entre nostalgia dividida y inestabilidad social recurrente del verano. Runrún. 
    Y he pensado en todas ellas, en las que están ahí sin irse del todo y en las que ahora miro sin cesar, entreabriendo un poco los ojos bajo la sorpresa de saberme perdedor desde el comienzo y la tarada idea de tener que llegar y romper otra bonita relación sólo por obedecer mis más bajos instintos. «¿Por qué me pasa tan seguido?», me pregunto mientras dejo mi escritorio en la oficina y me acerco de nuevo a su lugar, porque sé que me espera incluso cuando su novio anda por ahí. Es la reacción de un segundo a otro, la cuerda floja que he pintado de dos colores: una separando tus viejos recuerdos de un año revuelto y en otra colocando a esta nueva chica en cuestión para moverme de un lado hacia otro, bailando y oscilando entre la caída libre del acto y los pocos segundos que dura la estabilidad de mis pies sobre una u otra parte.
    Esto como un escupitajo que va desde la boca hasta la ardiente grava, con todas las de fallar, pero esparciendo en su camino ese horrendo e inconfundible olor para llegar al final con un excelso impacto de indiferente éxito. Runrún. 
    
 
 
    

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