Si nuestra relación hubiese sido igual de
breve como nuestro primer encuentro, otra sería la historia. Me lo digo ahora,
mientras llego, por mera coincidencia, al restaurante en donde nos conocimos y
pido el mismo pan con café que ordené aquella tarde.
(El ambiente del lugar es una de las
principales atracciones. Uno puede llegar ahí y quedarse por horas sin importar
la calidad de los alimentos, ya que desde sus grandes ventanales se puede tener
una vista panorámica que otros lugares envidian, dando al consumidor un confort
de voyeur que paga para cometer su pecado. Afortunados son los clientes que
llegan más allá de la simple taza café y ordenan comida de la cafetería, siendo
ésta un exquisito gourmet en sencillos platillos, así como el café es, sin duda,
el mejor de la zona: entrar ahí sigue siendo una de las cosas por las que me
gusta esta ciudad. Tengo en mis recuerdos un registro muy detallado de decenas
de charlas, cenas entre viejos colegas, romances de miradas fortuitas que
duraban minutos y tardes solitarias en donde he optado por refugiarme en algún
libro a plena tranquilidad).
Habiendo notado esta inoportuna situación,
al observar a una mujer de unos veintitantos años leer un libro con ansiosa
desesperación, el recuerdo de ti llega a mí cabeza y me descubre como actor de
una escena ya vivida: una muy particular. No puede ser otra más que la del día
en que te conocí. La sorpresa entonces llega y me dibuja una sonrisa,
obligándome a observar la delicada silueta femenina; donde los cabellos caen
hasta tocar las blancas hojas de papel y, los zapatos, son tan altos como la
maleta al lado de sus pies. «¿Cuánto tiempo ya desde nuestro primer
encuentro?», me digo al
momento en que el cansado mesero se acerca y coloca la orden para retirarse, y
detrás de mí, una pareja discute los rebasados gastos en la tarjeta de crédito de
los últimos tres meses de la mujer. Sinceramente, nunca creí conocer a alguien
tan importante para mí en un lugar tan común y corriente, sitio donde cientos
de personas entran y salen a toda hora y lo que menos parece existir, en ellos,
es el amor.
La forma en que su dedo medio iba de la
mesa a la boca me trasladaba a un ambiente ambiguo, una reproducción del
recuerdo claro que me guardo de ti. Y luego, el dedo yendo de la boca hacia el
libro: parecía haber sido ensayado innumerables ocasiones, como si aquella
mujer imitara tus movimientos para su reproducción en alguna pantalla al mundo;
una muestra de la adorable atracción que surgía de tus actos más casuales que a
tantos llamaba la atención y a pocos había embrutecido —teniéndome a mí como el número uno de tus incontables
enamoradizos—. Si la
hubieras visto te asustarías más de lo que ahora recuerdo haber sentido al percatarme,
por no decir que entrarías en un shock de aquellos.
Notó que la miraba cuando levantó al fin su
vista para beber del café. Como un tipo que ya sabe lo que sigue y saca
provecho de las ventajas que dejan los años, sonreí con gusto mientras me respondía
de manera muy forzada: emulando la torpeza de tus sonrisas y dejando ver unos
dientes chuecos y amarillos, que imitaban la desproporción que poseías antes de
tu tratamiento. Uno puede saber qué es lo que sucederá a continuación: el
voltearse hacia otro lado para dar por terminado el primer contacto visual, observar
rápidamente el panorama que se extiende a través de todo el lugar y que poco me
he limitado a apreciar, darse cuenta de que entre toda esa escena del entorno
urbano y la cálida tarde que nos tiene dentro de una cafetería, no es más que
un ordinario set de filmación de la larga proyección de nuestras vidas. Sin
embargo, poco se puede ignorar el aumento de la temperatura corporal que aparece
al obtener una pequeña emoción como esa, haciéndome pensar que, en ese momento,
puede significar algo bueno qué rescatar de todo el conjunto de hechos que se
van en lo que el día va transcurriendo.
Ella se acercó hacia mí amablemente y le
invité a tomar asiento. Al estrechar su mano no pude evitar sentir la delicadez
nerviosa que dejaba percibir en su pulso, regalándome la virtud de permiso para
ese montón de pensamientos que surgirían de dicho acto: una entrega de algo
íntimo que sólo yo podía apreciar en ese instante. Al parecer, el lapso de
tiempo del saludo se extendió demasiado para que me pidiera soltarla, a lo cual
reaccioné vergonzoso y arrepentido de dejar relucir mi búsqueda de ti en las
manos de otra mujer. Algo típico para un hombre maduro como yo. Sería mentira
decir que hablé más de mí que de costumbre, lo cual admito cuando terceros me
lo hacen saber pero, en esta ocasión, era ella quien hacia las preguntas que
llegaban hasta mis oídos como una entrevista pretenciosa, una serie de
cuestiones que incomoda de relatar a extraños pero que, con el encanto de esa mujer,
poco pude resistir.
Observamos el sol que caía tras la ventana
en el primer silencio que tuvimos. Tras una larga serie de preguntas,
encontramos un momento para respirar un poco: ella acomodando el separador de
su libro de una manera obsesiva y correcta, y yo siguiendo a las personas de afuera
con la mirada, mientras sentía al calor del café cayendo por la garganta y viendo
de reojo los movimientos que la fémina iba haciendo. La encontraba atractiva, al
menos lo suficiente como para tenerme fingiendo interés en las oscilaciones de
los árboles base al viento.
(Una de las paredes de la cafetería se encuentra
adornada por unos veinte cuadros pequeños. En ellos hay fotografías de parejas
que habían pasado a ser clientes frecuentes y amigos del dueño, Carlos Tamés:
un hombre ridículo que enviudó a los dos meses de abrir su negocio y se había
obsesionado con fotografiar hombres y mujeres que pasaban sus tardes en
compañía de un café. Los nuevos visitantes, no paran de curiosear al
preguntarse quiénes serán esas personas, a lo cual Carlos se acerca y les
comenta la temática. Los clientes frecuentes ya conocen la historia, siendo
que, la mayoría, nos encontramos retratados en una vieja pared con
personas que ya hemos dejado hace mucho tiempo).
Cuando hubo terminado el silencio entre los
dos, ella escribió una frase en el pañuelo que se encontraba debajo de su café, del cual, no pude distinguir el mensaje. Lo guardó dentro de su puño izquierdo y
entonces preguntó por cosas banales que respondí con un sorpresivo gusto inherente
de la situación. Ambos —lo
pude sentir en mis mejillas y verlo en su discreto rostro— adquirimos un semblante
espontáneo, lleno de arbitrariedad bajo los efectos de lo inverosímil en que se
hubo tornado nuestra supuesta conversación. Reparaba en sus labios temblorosos
al tiempo en que se reía, comparando las ondas de sus tontas carcajadas con el
vaivén del viento que pasaba en el exterior, revoloteando así los cabellos de
la gente que pasaba. Tenía en frente de mí a alguien que me recordaba toda tu
pinche persona y no sabía hasta dónde íbamos a llegar.
De
un momento a otro, sus ojos se fijaron en los míos y me anunció su retirada. El
despido fue algo que bien pudo compararse con un «hasta luego» de algún familiar, un «nos vemos»
clásico entre amistades y un «hasta mañana» de viejos y aburridos amantes, donde el acto
mismo no es nada más que hábito y, por ende, poco debería importar. El beso en
la mejilla se esfumó entre el ruido del lugar y al fin el pañuelo llegó hasta
mi. Sus pasos se iban alejando con apuro y su figura se extinguía entre
el tumulto que abarrotaba la cafetería, todo mientras en mis manos desarrugaba
el pañuelo y leía una frase donde el punto final del encuentro era exacto: «el amor son mocos en este pañuelo».
A diferencia de esta ocasión, en nuestro
primer encuentro teníamos unas lluvias torrenciales de septiembre invadiendo la
ciudad, producto de un huracán en las costas del Golfo de México. Por esa
razón, el negocio del viejo Carlos se quedó sin luz eléctrica por un momento,
siendo nosotros las únicas dos personas que no observaban el chubasco por las
ventanas: nos habíamos cubierto de una total oscuridad que nos impedía seguir
mirándonos de lejos. La seducción fue cada vez más palpable, orillándonos a la
aproximación repentina. Había terminado mi segunda taza cuando,
bajo el brillo de un relámpago, aparecías frente a mí, tornada de un azul
blanquecino, colocando a golpe seco en la mesa el enorme café que tomabas,
mientras con la otra mano sujetabas el libro y me saludabas como a un viejo
amigo. Lo vuelvo a repetir: nunca creí conocer a alguien tan importante para mí
de esa manera. Demasiado casual para notar algún posible «más allá»
que no fuera preguntar por la hora o por fuego para el tabaco.
La lluvia duró lo que duró la charla. Te
cambié tu café por mis cigarrillos y comimos el pan que me quedaba. Salimos
juntos hasta que nuestros caminos tuvieron que separarse y prometí llamarte el
fin de semana. Todo había sido breve, muy corto, casi fugaz, más sin embargo,
decidí llamarte aquel viernes donde todo cambió. Al final, terminamos durando
demasiado tiempo en un noviazgo forzoso y obstinado, casi tanto como para odiar
el haber creído en el amor de cafetería.