martes, 4 de octubre de 2011

Aún se llama Sonia

      «Así comienzan mis otoños… así comienzan mis octubres.» Esas fueron las palabras exactas que salieron de la boca de Sonia el primer día que la vi en el trabajo. Se notaba muy decaída y solitaria en aquel entonces, aún la recuerdo como si hubiera sido antes del almuerzo.

      Es ya muy diferente, no logro explicarme como esa chica tímida que entró a trabajar en aquel otoño pudo cambiar de una forma tan exorbitante. Más bien, no logro quitarme esta culpa de cómo la eché a perder ―cosa que ella ve diferente― de esta manera. 

      Al principio poseía una delicadeza sencilla, un tanto torpe y también algo apática, pero entre los cristales de sus gafas y el fondo de su mirada, se podía observar una esperanza de vida de la que me enamoré al instante. Fue entonces cuando decidí acercarme a ella y saber cómo podría meterme en su introvertido mundo, un mundo tan alejado del que por entonces no conocía. 

      Un miércoles me enteré de que Charly, mi jefe directo, tendría su fiesta de cumpleaños sorpresa con los compañeros de la oficina el próximo viernes, así que fue el pretexto de acercarme a Sonia y pedirle que me acompañara y así mismo, conocer un poco más al resto de los compañeros. No tenía nada que perder y me acerqué esa misma tarde hasta su cubículo.

      ―Hola, Sonia, ¿verdad?
      ―Sí, Sonia. Hola, tú eres Pedro, el de servicio al cliente.
      ―Sí, mucho gusto. Oye, acabas de entrar y el viernes le daremos una fiesta sorpresa al Charly. Deberías de acompañarnos y conocer al resto del equipo sin el estrés de la jornada.
      ―Pues… ―dijo cabizbaja mientras acomodaba un montón de papeles en una carpeta―. Está bien, sí, no tengo planes.
      ―Genial, entonces el viernes nos vamos al lugar, te llevo en mi coche.
      ―Está bien.

      Admito que aquella plática fue como remontarse a los tiempos de la secundaria, pero había pasado la prueba y tendría una especie de cita con ella, la aún desconocida “nueva chica de diseño”.

      Al fin el tan esperado viernes llego y después del trabajo, me encontré con Sonia para dirigirnos hacia la mentada fiesta sorpresa del idiota de Charly Palacios. Todo pintaba muy parecido a la fiesta anterior, un anfitrión tan tristemente sorprendido para después emborracharse y contar sus aun incógnitas de divorcio, baile y arrimón entre los chicos de la oficina y una barra de licores que era lo único digno para pararse en aquel lugar.
      Sonia no sabía beber, me di cuenta cuando después del whisky que le llevé como primer trago, había adquirido tragos de tequila y ron, lo cual la estaba emborrachando rápidamente. Fue entonces cuando tuve una idea genial (en ese instante), una idea que tenía presente desde la preparatoria pero que nunca había podido hacer, ya fuera por negación de la chica en la cama o porque nunca lo había logrado ver tan accesible y fácil de conseguir.

      ―Oye, Pedro ―me dijo vacilando un poco, como dudando si ese fuera mi nombre ―¿me podrías traer uno de esos que están preparando con jugo de naranja? ―terminó diciendo mientras señalaba la barra de las bebidas donde Ernesto y Felipe sonreían y bromeaban bajo las luces de la pista de baile.
      ―¿Un desarmador?
      ― Sí, eso.
      ― Enseguida.

      Me dirigí entonces hasta mesa en donde Felipe y Ernesto bebían y bromeaban, alejados de los bailadores y de los que fajaban en los alrededores del lugar. Les dije sin pensar lo que tramaba, sin tabúes acerca de lo que me estaba carcomiendo de pies a cabeza y de lo que ellos podrían ser parte si así lo deseaban.
      Hablé claro y con la cara seria, a lo que ellos reaccionaron con una mirada de sospecha y después, con una cara de perversidad que fue en el mismo tono de mis reflejos en el espejo durante la preparatoria.

      Con varias botellas de alcohol y con Sonia entre los brazos, nos dirigimos hasta mi coche y conduje hasta mi antiguo departamento. Sonia reía y bebía directamente de la botella de vodka en cuanto Felipe jugaba con sus senos y Ernesto acariciaba su entrepierna. El coche apestaba a alcohol y al fuerte olor que se despedía de la vagina de Sonia, donde los dedos de Ernesto ya jugaban con su clítoris.
      La escena era como la planeaba, era tal como la había visto en aquella película VHS que tomé del ropero de mi tío Abel, así iniciaba Caras negras, vergas rojas y vaya que era memorable recrear todo aquello.
      Faltaban dos semáforos más para llegar a mi departamento y no había podido resistir masturbarme mientras los veía por el retrovisor, el cual tenía como fondo las luces de las calles que corrían y dejaban paso a otras más rápidas.


      Ya en mi departamento le pedí a Ernesto y a Felipe que usaran unan medias negras en la cabeza, lo cual no negaron ante la insistencia animal que clamaba Sonia, quien gritaba por más, mientras arañaba mi sofá y apretaba los dientes hasta rechinar.
      Arrastré mi sillón en el que me sentaba a leer y lo puse ante la escena ―la cual ya se engrandecía con Ford Mustang de Serge Gainsbourg como soundtrack―, para proceder a masturbarme observando como Ernesto se follaba a Sonia por el culo y Felipe arrasaba con la cabeza en un oral sublime, mientras imaginaba como un sujeto se los enculaba a cada uno y el acto se alargaba, y yo filmaba todo con mi pene, que poseía el mejor lente visual-sexual que podría existir.

      Al terminar el acto y observar a Sonia dormida en el sillón, tirada, como un objeto y usada hasta no funcionar más, me di cuenta tristemente de que todo se había salido de control. Ya no lucía como la tímida y seria chica nueva de la oficina, sino como una de esas guarras irlandesas que encuentras en las tabernas de Dublín.
      Después de terminar la llevé a mi auto a que durmiera y despertó desconcertada, a lo cual quise fingir una situación contraria pero ella sabía, recordaba la noche y me pedía por más, clamaba por más de eso que se había perdido en toda su miserable vida y sentí como había creado un monstruo en unas cuantas horas de lujuria.

      Y así ella cambió, dejó de ser la chica de la que pensé haberme enamorado y se convirtió en la ninfómana que ahora es mi jefa, la cual me reprocha no seguir jugando con ella, pero que a la vez agradece por sacarla de ese abismo en el que yacía.

      ―A ver si dejas de seguir pensando, Pedro ―me dice cada que me ve distraído y recordando aquella noche―. Mueve el culo si no quieres que te ponga guardia el sábado con el joto de Ernesto.

      Es extraño, todo eso que llegué a hacer después de sentir amor. No he podido tenerlo una vez más y no sé si en verdad quisiera volver a sentirlo.
      Si hay algo que recuerdo ―más que otra cosa de esa noche―, es que mi cuerpo no sintió asco ante aquella escena nauseabunda después del sexo, sólo volvió a sentir lentamente que la sangre se helaba al perderse el poco alcohol que había consumido.
       



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