martes, 31 de mayo de 2011
08:26
Eran las ocho veintitrés cuando sonó la alarma justo al lado de mi oído. La segunda alarma, era la hora que había reemplazado a la original, la del plan de la típica mañana para asistir a clases, a las ocho. "A las ocho dentro de un bizcocho", torpemente rimaba mi mente en su ramificación numero trece, en la comedia rebuscada: el sentido que despierta. Avanzaba el reloj hacia las ocho veinticuatro y la oscuridad aún abarcaba mi piel, la cascara reseca de ayer. Abarcaba el silencio en el sudor del segundero. Olfateaba el sereno de la mañana que entraba por mi ventana, inhalando lentamente ese gas soñador que esparce la noche, llenándome de un embriagante rocío matinal, para conseguir de nuevo la posición fetal que instintivamente tomo para dormir. "Arturito ya no tiene diecisiete años", decía mi voz que no era la mía, esa voz hueca que imitaba mi voz, una voz con frase en secuencia, un arrullo para despertar a las ocho veintiséis.
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