lunes, 9 de mayo de 2011

La salsa de Tchaikovski

Solía acudir al viejo salón La habana a verte bailar salsa en secundaria, llevando siempre mis audífonos, con Tchaikovski por defecto. Comencé a frecuentar el lugar una vez por semana, generalmente los viernes, que era el día en que se presentaban a bailar los pasos ensayados entre semana. Procuraba legar a tiempo, no temprano, debido al contraste de mi presencia con la gente del lugar, lo cual me hacia notarme más de lo normal. El simple hecho de tomar un rincón desde donde pudiera observarte ya era en si un placer, lo que me iba llevando a asistir con una especie de devoción de quinceañero. Siempre eras la más versátil, la más armoniosa, mientras ibas tornando mi vista más perspicaz, de lo que en verdad era lo casual. Las concurrencias fueron así creciendo, de una a tres veces por semana para ver tus ensayos, para ver los movimientos en los que me llevabas, sin saberlo, al más lejano sueño Tchaikovskiano, el prefecto eargasm en la más inintelegible de las sinfonías escuchadas en el barrio bravo. Eran momentos de corrosión, de virtudes y defectos humanos, era el sollozo del intereses propio, de una necesidad ya tan adquirida. Era tu forma de moverte, la salsa de mis días, el toque repentino de mis suaves anarquías rutinarias. Joder, estaba enamorado y Piotr me lo repetía, ¡y mierda que era cierto!. Y la corrosión fue dándose de menos a más, todos los días, mientras tus caderas se curveaban en el movimiento de la Obertura 1812, en mi resistencia napoleonica, en medio del barrio bravo de Tepito. Hasta que comenzaste a notarme, a sentirme, un martes: terminaste la ultima pieza, en el momento de respirar por el cansancio y la fuerza ejercida, cuando sonreías al publico, al goce, allí fue. Volteaste y aseguraste la sonrisa, en el momento justo en que sonaba la Sexta, la patética.

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